Reseñas Del Ciclo Film Noir (MALBA) (10)

Dice Sergey Daney en un admirable artículo llamado Win’s Movie que entre los años 1950 y 1965 ciertos cineastas como Fuller, Welles, Sirk y Kazan  empiezan a perder el favor de los estudios y por ende el acompañamiento del público. Entre ellos, Nicholas Ray. Tal vez sea la causa de ello ese carácter salvaje que excede la categoría de género y la fuerza de las imágenes,  inadmisibles para un gusto forjado en el público de entonces. Al ver Muerte en un beso (In a Lonely Place, 1950) uno supone que se trata del inicio de todo esto, es decir, más allá de la intriga policial lo que prevalece es el tormento interior de los protagonistas. El comienzo es tenso y marca la atmósfera existencialmente pesada de la película. Bogart es Dix Steele, un guionista borracho y violento, un insolente dentro de la industria capaz de llevarse jovencitas a su mansión solo para que le lean posibles historias trasladables a la pantalla. Mildred es una de ellas y al salir de la casa es asesinada. Sin embargo, este hecho, cuya sospecha que recae sobre Dix, es un móvil para explorar una conciencia atormentada y mostrar ese instinto salvaje que los humanos portamos más allá de toda ilusión de racionalidad. Por ello, el enigma planteado siempre será menor al intento por plasmar esa idea que uno de los personajes refiere sobre nuestro (anti)héroe: “Siempre fue violento. Está con él, como el color de sus ojos”. Y ese desenfreno de Dix, capaz de pasar de la calma absoluta a un estado de violencia feroz, se corresponde con la genial manera que tiene Ray de filmar secuencias que van de lo claro a lo oscuro o del estatismo a un movimiento desaforado. Y así, un asesinato lleva a la posibilidad de otro. Hay una rubia fatal y gélida que encenderá los motores de Dix y nos conducirá, por momentos, al melodrama (no exento de los toques de comedia siempre provocados por personajes laterales simpáticos) con diálogos filosos y varios contrapuntos. La constante huida de una mirada convencional (no olvidemos que Ray es un gran salvaje) va desplazando el punto de vista del sospechoso a quien sospecha y alimenta la ambigüedad del filme. Al mismo tiempo, el foco de interés también rota. Y si todo relato, como decía Piglia, encierra dos historias, esta última es la que cuenta: ya no importa si Dix es o no el culpable, sino que jamás perderá su naturaleza violenta (dos veces está a punto de liquidar a alguien en un desenfreno irracional y es interrumpido). Luego, la resolución un tanto simplista del caso demuestra que la intriga policial ha sido la excusa para develar el rostro torcido de la naturaleza humana y de las relaciones amorosas. Nótese sino el sombrío final.

Pánico en las calles (Panic in the Streets, 1950) de Elia Kazan, tiene una secuencia inicial memorable. Es perturbadora: cuatro tipos juegan al póker, uno de ellos gana pero se siente enfermo, los otros (con el temible Jack Palance a la cabeza) no se resignan a perder el dinero, lo persiguen y lo matan. Corte. A la mañana un grupo de curiosos ve cómo la policía hace la pesquisa en el lugar. El contraste bajo la óptica realista de Kazan delinea a la perfección dos universos: la podredumbre de la noche con el hampa activa por los lugares más recónditos y el resto de la humanidad concentrada en multitudes durante el día. En apariencia, el infierno y el purgatorio (aunque a veces se confundan). La cuestión es que el tipo que mataron es un inmigrante armenio ilegal que contrajo peste y pone en riesgo a la población. Así lo advierte el obsesivo Dr. Clint Reed (Richard Widmark) que pertenece al orden militar e intenta por todos los medios convencer a la policía de ello. El caso genera controversias dentro de la justicia y se vuelve dramático. Como suele ocurrir en varias películas del director, la fuerza de sus imágenes sostenidas a base de una fotografía documental sobre los ambientes turbios como los muelles y a través de travellings descriptivos, va acompañadas de dudosas implicancias ideológicas que, lejos de ahuyentar, conviven  con lo anterior y son síntomas de una época incipiente de delación y de paranoia. El Dr. Reed está obsesionado con “obtener información” y recorrerá los muelles utilizando diversos métodos para convencer a los presentes. El muelle establece una frontera, es el espacio de contaminación (de la peste pero también del “mal extranjero”). Llamativamente un inmigrante ilegal pone en vilo al cuerpo social y hay que exterminarlo. Su importancia es extrema por ello, en la medida en que amenaza la integridad del pueblo americano, de lo contrario sería un cadáver más para coleccionar. Desde este punto de vista, es como si Kazan trazara progresivamente en sus películas su propio mundo como futuro delator durante la caza de brujas, hecho que no anula su condición de extraordinario realizador. Hay un momento notable del filme, cuando todo está en calma y el padre vuelve al núcleo familiar luego de concluir su labor. El vecino se le acerca. Frecuenta a su mujer y es amigo de su hijo, una compañía que suple la ausencia de Reed  cuando se ausenta por su obsesión con el trabajo. Le da un par de consejos y antes de irse le recomienda cambiar de material a la casilla postal: “No la deje afuera porque se pudre”. Kazan, viejo zorro salvaje al igual que Ray, deja abierta la puerta del adulterio con elegante insidia y apelando a la sugerencia aun cuando todo parece recuperar la armonía (que no es tal).

Se sabe que una de las fuentes posibles de la ficción para el policial negro es la novela gótica inglesa del siglo XVIII y su predilección por las sombras que atentan contra la revolución industrial. De la misma manera en que esta modalidad proyectó su oscura iconografía frente al progreso científico, la novela negra pone en jaque la racionalidad imperante del policial clásico encarnada en la figura del detective y le cede el lugar al pesimismo radical que trasunta de sus ambientes y estados psicológicos. Por ende, será frecuente hallar algunos exponentes que crucen la iconografía de los relatos góticos con el cine expresionista en intrigas de misterio y de crímenes. Robert Siodmak ha sido un director que ha incursionado en este terreno mixto (lo veíamos en La dama fantasma programada en este ciclo y reseñada oportunamente) y La escalera de caracol (The spiral staircase, 1946) es un ejemplo visible. En una de las críticas que se leyeron en su momento, alguien dijo: “Hitchcock no la hubiera hecho mejor”. La relación con el maestro inglés se da a partir de Rebecca fundamentalmente, en la representación de un imaginario propio de los cuentos tradicionales y tenebrosos, pero también en una idea que es pilar en la psicología criminalística de Hitchcock, a saber, que el asesino (el mal) puede ser cualquier persona, una entidad confundida dentro del orden de lo cotidiano. Ante la pregunta de un conserje, un desdibujado agente responde “Podría ser usted, podría ser yo.” Toda una declaración de principios.

En el inicio, un plano cenital de la escalera del título anticipa el clima oscuro del filme. Ingresamos a un hotel donde están proyectando El Beso (1929, Jacques Feyder) y una joven permanece subyugada por las imágenes. Mientras tanto, arriba alguien espía a una mujer y en su ojo se refleja el cuerpo a punto de convertirse en víctima. El crimen coincide con el final de la película. Luego, la joven se dirige a una mansión en medio de una artificiosa lluvia torrencial bajo la mirada atenta del asesino (que parece un anticipo de la magistral apertura de Suspiria de Dario Argento muchos años después). Dentro de la casa, se cocina el resto de la historia signada por las marcas del gótico: una joven muda que parece Cenicienta, una madre bruja, un par de galanes vampíricos y un escenario recorrido por movimientos de cámara que nunca olvidan de qué materia está hecho el cine. La iluminación, los encuadres y la profundidad de campo apartan la tentación teatral y alimentan la tensión de una historia de sospecha permanente cuya banda sonora son los truenos y la lluvia. La escalera del título es el lugar expresionista por excelencia. Su condición espiralada y deformante (herencia de Caligari) dibuja el estado mental y fantasmagórico de los personajes. La persecución final a base de tiros entre sombras y destellos está entre las escenas antológicas del ciclo.

PROGRAMACIÓN COMPLETA DEL CICLO

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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