Crítica: Les faux tatouages (2017), de Pascal Plante

Les faux tatouages (Canadá – 2017)
20 BAFICI – Competencia Internacional
Berlinale 2018 – Sección Generation
VIFF Vancouver 2017 – Premiere mundial
Festival du Nouveau Cinéma, Montreal 2017 – Grand Prix Focus Québec/Canadá
Slamdance 2018 – Mención del jurado
TIFF, Toronto 2017 – Sección Next Wave

Dirección, Guion y Edición: Pascal Plante / Producción: Katherine Lefrançois / Dirección de fotografía: Vincent Allard / Sonido: Dominique Plante / Dirección de arte: Samuel Bolduc-Cloutier / Interpretes: Anthony Therrien, Rose-Marie Perreault / Duración: 87 Minutos.

Que el amor tiene fecha de vencimiento es algo que el cine ha mostrado a través de toda su historia. Los que cambian son los enamorados pasajeros. Y por supuesto, el tono que cada director le imprime a su historia. En Les faux tatouages, Pascal Plante elige una pareja de jóvenes, Theo y Mag. El encuentro es casual, luego de un recital, y el acercamiento aún más, ya que surge de la curiosidad de la chica por unos tatuajes falsos, tal como reza el título de la película. Previamente, una escena resultará capital para comprender los aspectos sombríos de la cuestión.

Lo mejor es la manera naturalmente punk que manifiestan los personajes a través de sus diálogos, riéndose de los que se sacan selfies en los monumentos turísticos o tirando misiles a ciertas costumbres avejentadas, analizando bandas musicales y testeándose en cuanto a gustos compartidos. Son sinceros, no caretean, incluso se permiten burlarse de sus propios nombres. Es la parte luminosa de una cadena de hechos que paulatinamente develará un trauma en la vida de Theo, un oscuro secreto que será apaciguado aunque sea por un par de semanas con la luminosidad y la gracia de Mag. No solo de ella, sino de su desprejuiciada familia, incapaz de poner reparo alguno a que la chica se encierre con el novio en su dormitorio y pase la noche. Sin embargo, tanto el primer polvo, que dura lo que una canción, como la relación misma, sujeta en su brevedad a las circunstancias que arrastran al muchacho a mudarse a lo de su hermana, sacan a relucir el carácter efímero del amor, atado a la inmediatez y a su inexorable fin. En los tiempos que corren, después de la revolcada, no se prende un faso sino una notebook, y estos pequeños detalles son los que sintonizan creíblemente con la naturaleza de los personajes. Todo esto, mostrado sin escándalo y sin prejuicio, hecho que hubiera arruinado la película, ciertamente.

No obstante, el punto de vista elegido es el de Theo. Su mundo está rodeado por mujeres. Una madre con la que no conecta y una hermana cariñosa pero intrusiva. La respuesta del joven es un rostro inexpresivo, expectante, opuesto al ruido que despiertan sus remeras con bandas punk. Hay un saber femenino que no logra comprender y frente al cual permanece impávido. En realidad es parte del miedo que lo acecha a raíz de un episodio que determinará el sentido de la historia.

Si uno tuviera que criticar ciertos aspectos de la película, podría centrarse en esos tramos que la inscriben dentro de una larga tradición de poses indies de imágenes ralentizadas y musicalizadas con espíritu inglés y cielo nublado. Ese coqueteo con la depresión urbana, tan mentado por estos lares, a veces entra en un callejón sin salida y se conecta con planos deudores del video clip. Sin embargo, también es justo destacar que Pascal Plante logra correrse cuando ese gesto se transforma en un vicio y es allí donde la impronta personal vuelve a tomar la posta. La tragedia personal de Theo es presentada de forma diseminada, despojada de dramatismo, pero con la marca suficiente para que todo desemboque en una decisión cuyo destino estaba prefijado. Por ello, el tiempo de la película es el “mientras tanto”, un jugueteo intenso, audaz, pero inevitablemente pasajero. Y en función de ello, la cámara observa sin ser intrusiva ni elevar la figura del realizador al cielo del “aquí estoy presente” porque lo que importan son los personajes y los espacios por donde se mueven y a los que sienten como propios. En ese lapso de tiempo, Theo se enfrenta a su mayor obstáculo: creer que no tiene derecho a ser feliz. Y el tono de la película se ajusta a esa creencia.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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