Crítica: La bruma (2018), de Daniel Roby – Les Avant-Premières

La bruma / Dans la brume (Francia / Canadá – 2018)

Dirección: Daniel Roby / Guion: Guillaume Lemans, Jimmy Bemon, Mathieu Delozier / Producción: Guillaume Colboc, Nicolas Duval Adassovsky / Música: Michel Corriveau / Fotografía: Pierre-Yves Bastard / Montaje: Stan Collet, Yvann Thibaudeau / Intérpretes: Romain Duris, Olga Kurylenko, Fantine Harduin, Michel Robin, Anna Gaylor, Réphaël Ghrenassia, Erja Malatier / Duración: 89 minutos.

MANTO INGENUO

Mathieu regresa de un viaje a Canadá con las esperanzas renovadas. Es que allí se está desarrollando un nuevo protocolo que le permitirá a su hija salir de la cápsula en la que vive, tocar los más variados elementos y espacios, abrazar a los padres y sentirse libre ya que ella, al igual que otros chicos, padece una enfermedad que le impide respirar por fuera de la jaula transparente. Sin embargo, la alegría dura poco tiempo porque así como brota el agua mientras él se ducha, se produce un terremoto del cual emerge una densa e inexplicable bruma. Enseguida cruza hacia el departamento donde vive Sarah y la madre obligando a ésta última a subir hasta el último piso en el que habita una pareja de ancianos; un instinto de supervivencia que pronto será insuficiente frente al manto blanco y a la escasez de víveres, energía y comunicación.

¿Cómo preservar los pocos recursos? ¿De qué manera escapar de una capa mortal que aumenta centímetros conforme pasan las horas y cuyos únicos refugios temporales son los techos, las terrazas o algún edificio alto parisino? ¿Cómo actuar sin ayuda? Y lo más importante ¿cuáles son las causas para pensar una solución? Ante un rival tan enigmático, Daniel Roby traza oposiciones débiles y poco profundas entre el medio ambiente y la tecnología, la naturaleza y el hombre con sus inventos o, en menor medida, entre lo analógico y lo digital como si ello pudiera brindar alguna pista respecto al origen del fenómeno del que sólo se dice que no fue químico. La especie de sueño recurrente en el que la niña cruza un campo y disfruta del contacto directo del sol se contrapone a las imágenes virtuales que le graba el padre de las montañas que visitó; la radio antigua sólo actúa como excusa para mencionar que Lucien, el señor del último piso, fue operador durante dos años frente a la computadora último modelo de Anna ahora inservible o el contraste entre el bullicio de la autopista o las campanadas de la catedral de Notre-Dame y el silencio penetrante en una ciudad sumergida por semejante nebulosa. Ninguna funciona –más allá que una de ellas se retome de forma arbitraria al final– porque ni a los personajes ni a la construcción narrativa les importan los motivos o combatir lo ocurrido, sino el tiempo restante. Y ese punto de vista no sólo le quita profundización, disparadores, incertidumbre y desarrollo al relato así como a los propios personajes, sino también verosimilitud.

Hay numerosos elementos que fallan en La bruma. No termina de quedar claro las causas de muerte de la gente, lo único que se percibe en algunos cuerpos es espuma en la boca, como si tuvieran rabia. Mathieu, la ex mujer y algunos militares con máscaras circulan por las calles parisinas pero ¿por qué fallece el hombre mayor del comienzo de la película que llevaba máscara de oxígeno al momento del desastre si el protagonista baja a su piso para robarle otra y respira sin problemas? ¿Cómo ninguno tiene lesiones en la piel ante el mero contacto pero enseguida parecen ahogarse? Las escenas en las que deben aguantar la respiración por problemas con las protecciones resultan improbables porque transitan distancias largas, tienen lastimaduras severas o deben cargar objetos pesados que dificultan la tarea. Anna suelda los contactos de la radio para escuchar alguna noticia y sólo se reproduce un fragmento de un discurso político con mínimos detalles. Tanto el aparato como los aviones que desaparecen en segundos no influyen en el contexto ni aportan tensión o esperanza. Por el contrario se desaprovechan y figuran como meras excusas reiterativas del aislamiento.

Otra situación controvertida es aquella en la que un perro –que bien podría ser el mastín de El sabueso de los Baskerville de sir Arthur Conan Doyle sin los ojos rojos– busca cazar a la ex pareja en medio de la calle ¿Cuál es el sentido? ¿Cómo se encuentra ileso y con tanta energía? ¿Por qué este animal deliberado como asesino corre entre los autos, mientras que otro de igual tamaño y de raza diferente aparece muerto dentro del edificio y su cachorro queda inmune? Tal vez, ese gesto fugaz se vincule con el final, aunque sea impreciso. En definitiva, todo se convierte en una sumatoria de interrogantes, ambigüedades y lagunas permanentes en una narración bastante ligera y superficial que intenta sostenerse en vano mediante el nerviosismo de los padres para mantener con batería la cápsula de Sarah y ciertos matices románticos entre ellos y los sentimientos de la chica hacia uno de los amigos con el mismo síndrome que decantan en un final forzado, dudoso y hasta simplista en cierto punto.

La curiosidad de los primeros minutos y la desesperación ante una fuerza ¿natural? inabarcable se disipa con rapidez ante la insistencia de situaciones improbables, exageradas o chatas y de unos personajes que se desdibujan a medida que pierden sus escasos rastros de desarrollo e historia. Un apocalipsis que termina por devorar no sólo a la ciudad, sino también a las vagas estimulaciones y ofrecimientos que el filme prometía al inicio.

Por Brenda Caletti
@117Brenn

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