Reseñas del ciclo Film noir (MALBA) (7)

El termómetro  aumenta dentro del ciclo de Film Noir y no precisamente por el calor sino por la intensidad de las propuestas. Si se hiciera una medición de los índices de crudeza y de violencia hasta el momento, la de hoy sería la jornada con el punto máximo. Sin conciencia (The Enforcer, 1950) de Bretaigne Windust y (sin figurar) Raoul Walsh, tal como reza el catálogo, inaugura la tarde bien arriba. El eterno Humphrey Bogart interpreta al detective Martin Fergurson, desvelado por encontrar quien declare en contra de un detenido apellidado Mendoza, un tipo de temer que no aparece durante buena parte del metraje y al que sus allegados califican como “no humano”. Su naturaleza criminal se agiganta en la primera parte de la película en un fuera de campo que aumenta las expectativas del espectador frente al drama de un asesino que podría quedar en libertad porque nadie quiere hablar en su contra. “¿En qué falla la ley para que no podamos tocarlo?” se pregunta un agobiado Fergurson dadas las circunstancias. Lo notable del filme es la compleja estructura nada convencional sostenida sobre una serie de flashbacks que tejen una discontinuidad y proponen un rompecabezas efectivo, además de unas cuantas escenas notables que anticipan películas futuras de grandes realizadores. Al respecto, hay por allí alguna introducción de los personajes que invoca a los filmes de Scorsese y una secuencia con reflejos en cristales al estilo de De Palma. Pero sobre todo, un modo de filmar que inaugura en los cincuenta cierto registro documental impregnado en la ficción que refuerza los carriles de la verosimilitud genérica. Basta detenerse en la agobiada figura que compone Bogart quien, en su soledad, ve con profunda amargura el nuevo derrotero que los criminales llevan en los inicios de la nueva década, amparados en la impunidad, y que dará lugar a nuevos modos de proceder al margen de la ley. La transgresión de aquellos que imparten la ley pronto será moneda corriente.

La segunda película programada es Pánico (The Sniper, 1952) de Edward Dmytryk, una curiosa propuesta acerca de un joven cuyo odio enfermizo hacia las mujeres lo convierte en un francotirador. No son el carácter esquemático del protagonista ni la línea conductista en términos psicológicos los puntos fuertes del filme, sino la intensidad con que se presentan los conflictos y las derivaciones que tienen. Más allá de la advertencia inicial que habla del problema de los criminales sexuales y de la vulnerabilidad de la ley para enfrentarlos, existe un dispositivo discursivo interesante que enfrenta puntos de vista al respecto. Por un lado, la famosa diatriba de la mano dura en tanto y en cuanto políticos oportunistas y hombres de poder económico piden erradicar “el mal” y pisotearlo “como si fuera un insecto”; por el otro, la inclusión de un psiquiatra que va al fondo del problema: “Un demente no percibe la diferencia entre el bien y el mal. De haberlo puesto en tratamiento no hubiera asesinado. Mata por culpa nuestra”. Como se ve, la modernidad de la película, a pesar de cierto maniqueísmo, radica en la vigencia de sus planteos y en el modo en que se muestra que un estigma es fácil de crear para calmar las conciencias pero no soluciona las raíces de problemáticas profundas. Hay momentos en los que Edward Miller, el protagonista, recibe un maltrato propinado cotidianamente por la clase media que lo rodea. En este sentido, Pánico no es solo una historia enmarcada en la galería de asesinos, psicópatas o perturbados mentales, sino un fresco documental bastante potente sobre un comportamiento social irresponsable desde las instituciones que ejercen el poder y que, además, promueven la familiaridad de las armas (tema que todavía hace estragos exponencialmente). Al mismo tiempo, y desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, es destacable el uso de los exteriores por su realismo y muchas de sus acciones anticipan el mapa de escenas características de películas de persecuciones de los setenta.

Y como suele ocurrir, el postre se deja para lo último, ocasión en la que se verá una de las obras maestras del ciclo: Los sobornados (The Big Heat, 1953) de Fritz Lang. La historia comienza con un suicidio, continúa con atentados y se desarrolla a partir del deseo de una venganza personal llevada a cabo por el detective Dave Bannon (excelente Glenn Ford), como si la trama contuviese la evolución misma del género en cuanto al comportamiento de la imagen del detective. La idea de un clan siniestro conformado por poderosos y que corroe el sistema democrático atenta contra cualquier idea de justicia, entonces el camino que resta es personal. Hay un momento que marca la elegante insidia de Lang y que opera como detonante en el despertar de la conciencia del protagonista (y que se transfiere al espectador). Bannon le narra en su casa un cuentito sobre gatos a su pequeña hija mientras el auto afuera de la casa explota con su mujer adentro. El violento contraste es un claro aviso: de ahora en más ya no se trata solo de otra historia policial y el mundo es un lugar horrible donde estas cosas pasan como si nada ante la vista gorda de todos. La corrupción es un monstruo grande y pisa fuerte. A partir de este momento la violencia no será un juego de chicos (nótese la otra antológica escena en la que el malvado interpretado por Lee Marvin arroja en la cara de su novia una jarra con café hirviendo).

De todos modos, como sostiene Paul M. Jensen en el libro dedicado al realizador, Sombras en el cine de Fritz Lang,  “fatalidad pesimista nunca llega a oscurecer completamente su romanticismo, porque la del director equilibra las acciones voluntarias de los individuos contra las constricciones limitadoras del medio y la familia”. El periplo del personaje, al margen de la ley, nunca pierde del todo cierta remembranza de su condición anterior y en todo caso formará su propia banda para que lo ayude, integrada por amigos. Como suele ocurrir en varios personajes de Lang, el hombre es un individuo manipulado por el destino o la casualidad, y por fuerzas que no puede controlar pero lo suficientemente noble y fuerte como para conservar, a pesar de todo, su humanidad. Tanto el  garca del condado llamado Lagana y el mismo Bannon son personajes de dos caras: una familiar y otra siniestra, como si el peligro estuviera latente, agazapado en la psicología del ser humano, listo para manifestarse ante la adversidad (también el rostro de Debby Marsh devela el mecanismo con su parte sana y la otra quemada).

Los sobornados se destaca además por su narración sin distracciones y la fuerza de todos los personajes involucrados, creíbles en un contexto de corrupción acelerada en los que la institución policial miraba hacia otro lado frente al crimen organizado dado que los mismos oficiales de la ley aparecen metidos en la maraña oculta de negociados. Mucho tiene que ver en este cuadro desesperanzado la pluma de William P. McGivern, autor del serial para el Saturday Evening Post en el que se basa la película de Lang.

PROGRAMACIÓN COMPLETA DEL CICLO

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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