Pensar en Perrone. A propósito de Expiación

PENSAR EN PERRONE. A PROPÓSITO DE EXPIACIÓN

Uno habla de sus pasiones con amigos. Por ejemplo, de rock, y dice cosas como “son tres y suenan como veinte” (varias veces nos hemos referido a bandas como The Police de este modo, por citar un caso). Se me cruzó esto por la cabeza mientras veía el final de la última película de Raúl Perrone, Expiación. En el contexto de un Festival de Cine Independiente como el Bafici, uno puede hallar luego de cada visionado una larga lista de participantes involucrados: nombres, nombres y más nombres. De este modo, pueden transcurrir más o menos diez minutos de créditos hasta que uno se levante de la butaca. A veces, el resultado, incluso, no parece reflejar un esfuerzo colectivo tan grande. La antítesis de esto es Perrone: son pocos, pero parecen que fueran cien.

Pensar en lo anterior me lleva a contextualizar una película como Expiación. Primero como una especie de objeto extraño en medio de una competencia argentina que no pasó, en términos generales, de fórmulas conocidas, poses y algún que otro grito de cotillón, con mejores o peores resultados. Pensar en esta etapa del cine de Perrone, también me conduce a verlo como un outsider en medio del glamour propagandístico de ciertos sectores del cine argentino actual, confirmando porqué fue y es un modelo de verdadero cine independiente, desde el modo en que produce, exhibe y se muestra a sí mismo. Mientras otros hablan de proyectos y financiamientos, Perrone no para de filmar y de reinventarse; mientras otros arman el circo con películas de catorce horas y desfilan como estrellas, Perrone aparece solo a escuchar comentarios, reacciones y preguntas en un pasillo.

Pero además hay una cuestión crucial que atraviesa todo su cine y es la capacidad de reinventarse y de indagar en las posibilidades de las imágenes y de los sonidos en tanto materia significante, sobre todo en una época donde el cine, herido a más no poder por la proliferación digital, aspira a un grado de hiperrealidad que, paradójicamente lo vuelve irreconocible. En este sentido, Expiación y los filmes precedentes de Perrone en esta etapa de su carrera hacen el camino inverso: intentan restituir formas, sin renegar de los mecanismos actuales, para devolverle a este arte lo que tuvo de artesanal y de experimentación en algún tiempo (por ejemplo las vanguardias del veinte). No obstante, Expiación se distingue en aspectos que la ponen aún más lejos del resto, empezando por la textura y el color de las imágenes asociadas a un momento y a un modo de ver películas en color en la década del setenta, un hermoso engaño que con tal decisión cromática nos traslada desde el presente a una época donde encerrase podía significar miedo pero también negación. Esto se acompaña desde el plano sonoro con el registro verbal, una jugada arriesgada como desconcertante (a las que muchos se resistieron tal vez): los personajes hablan y recitan sentencias poéticas y filosóficas en un espacio decadente, un caserón que recuerda la asfixia del Torre Nilsson de La casa del ángel, por el que los protagonistas se mueven como fantasmas ¿Qué supone esta estrategia? ¿Cuál es el alcance de dicha elección? Se podrían alegar varios argumentos. El primero, parecerse en nada a todas las tendencias del nuevo cine argentino y posicionarse desde un lugar que sacuda los convencionalismos: el hombre que durante gran parte de su cinematografía buscó que los personajes hablaran como personas, cedió el trono cuando todos empezaron a hacer lo mismo y se manda en esta etapa a partir del juego con los anacronismos y el extrañamiento. Segundo: hay fórmulas gastadas, por ende, reinventemos las relaciones entre imagen y sonido como significantes. Tercero: revisemos el estado actual del cine argentino. Desde esta perspectiva, las últimas películas de Perrone minan cierto estatus displicente y cuestionan en su búsqueda un modo de concebir una película, más allá de las poses. Cuarto: pero también revisemos la tradición de un cine que ha representado  a la última dictadura militar en la Argentina desde un costado netamente referencial y acomodaticio a la explotación melodramática (sobre todo en el mainstream durante los primeros años de la vuelta de la democracia). Aquí el camino elegido es distinto y nunca inocente, por supuesto. El habla parece inscribirse de un modo parecido, pero el objetivo es otro. Por un lado, porque los actores no responden a los modelos de entonces ni se enmarcan en un perfil industrial; luego, el espacio y la sensación de temporalidad flotante los justifica. Entramos y salimos desde lo privado a lo político, desde la intimidad al contexto, pero siempre a partir de indicios que armen el camino de una experiencia particular a una general (no puedo dejar de recordar esos versos de Neruda “Sucede que me canso de ser hombre./Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza). Al respecto, el comienzo de la película es sintomático. El horror surge de la percepción de un acto poéticamente presentado pero cuya resonancia tiene un peso simbólico y político evidente. En medio de un bucólico paisaje de jardín, un travelling sigue a una pareja con una carretilla a modo de procesión. Al frente del cuadro, recostado aparece un joven leyendo. Miramos a la pareja y notamos los semblantes de la angustia (así como recordamos a tantas personas que tuvieron que deshacerse de libros entonces, así como recuerdo  al chico de siete años entonces escuchando a gente querida que le contaba de qué modo se vieron obligados a deshacerse de la mitad de la biblioteca). Esa imagen fundacional de la película es ese verso de Neruda, capaz de transmitir desde su especificidad un sentimiento generalizado: resistir, “cansarse de ser hombre” en medio de la resistencia. Frente a la desaparición y la opresión, solo se puede ser un muerto en vida. Lo que queda luego es el interior de una casa donde “las cosas ya no nos pertenecen”. Los libros son el primer signo de despojo que progresiva y metonímicamente se trasladará a los mismos habitantes de la lúgubre mansión que se desmorona como en una novela de Mujica Láinez. Así, cada sector habilita sensaciones y experiencias diferentes cuyo horizonte es la demolición de la identidad individual como hogareña. El terreno es la poesía, la indeterminación, el juego con los colores, los sonidos que cobran cuerpo, la interpelación, la deriva de esos seres encerrados y que nunca saldrán de allí por temor, por obligación o por salvar sus vidas. Y como toda experiencia diletante, Expiación invita a entregarse a ese estado de alucinación, para atreverse a sus imágenes superpuestas, variadas, salvadas del caldo de repeticiones e inmersas en un cruce de representaciones pictóricas y fotográficas, pero que son del terreno del cine. Y del perro, más independiente que nunca.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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