Los sonidos del deseo, el universo sonoro de Lucrecia Martel

LOS SONIDOS DEL DESEO

EXT FINCA LA MANDRÁGORA DÍA

Tarde todavía soleada. Cielo de tormenta que avanza. Cerros muy verdes con quebradas más oscuras. Alboroto de pájaros que buscan refugio. A lo lejos ya se ve la cortina gris de agua que avanza. Se escucha un disparo que viene de los cerros. Los pájaros se callan. Silencio. Sonido áspero de algo que se arrastra.

Junto a un caserón un grupo de mujeres y hombres cincuentones tratan de arrastrar con lentitud unas reposeras blancas hacia la parte de la pileta donde todavía hay sol. Están borrachos. Se mueven con cuidado haciendo casi imperceptible el tambaleo.

Tintineo de cristales.

Una mujer lidia con su reposera mientras en la otra mano sostiene dos copas casi llenas. Es Mecha. Se escucha otro disparo a lo lejos. Mecha habla para nadie…

Esta es la introducción al guion original del brillante filme “La Ciénaga” escrito y dirigido por Lucrecia Martel. La película fue premiada en el Festival de Berlín del 2001 como Mejor ópera Prima, y forma parte de la excelsa colección “Criterion”.

Si leemos con detenimiento la escena citada, se revela que, en el meticuloso trabajo de escritura, Lucrecia crea un peculiar universo sonoro muy poco convencional en la escritura de un guion tradicional. Pues no es tan solo la ilustración de los sonidos ambientales sino que es una textura imagen-sonora que crea un universo plagado de señales que nos acechan.

La tormenta que avanza, los pájaros en su alboroto, el disparo entre los cerros, el silencio repentino, las reposeras arrastradas en un sonido monocorde alrededor de la pileta por una suerte de sujetos que actúan como muertos vivientes. Y el agudo tintineo de cristales, como una advertencia, y luego, otro disparo más…

Puedo cerrar los ojos, escuchar los sonidos de este fragmento y entrar en toda su hondura. Al abrirlos para ver cada plano que los contiene, terminaría de quedar atrapada en la implacable mirada de Martel.

Podemos sentir como vibra ese tejido sonoro formando una urdimbre que es, sin duda alguna, la sangre emocional del drama Marteliano.

El sonido en sus filmes produce un continuo estado perturbador que circula de manera constante, con variaciones, pero sin detenimiento. Ese fluido nos deja escuchar los estertores de un cuerpo social putrefacto, inestable, hecho de pura incertidumbre, un cuerpo donde habitan todos los personajes dentro de su pantanoso mundo.

El sonido opera como una fuerza que va empujando una amenaza subyacente hacia el desastre, que llegará más tarde o más temprano, pero no sabemos con certeza, ni cómo ni cuándo. Y nada mejor que para instalar la incertidumbre contaminar la escena de sonidos que parecen naturales pero que nos resultan, a la vez, totalmente ajenos, entonces dudamos, dudamos de la percepción, dudamos de la realidad. Como en un filme fantástico o de terror- y sin duda los filmes de Martel son sesgados filmes de esos géneros – el sonido es una clave del relato, y la percepción de la realidad a través de la audición es algo que determina las emociones de sus personajes.

Todo el plano auditivo está instalado en la imagen, aquella que le pone el cuerpo al sonido, pues ella termina de materializar la dimensión de la forma cinematográfica en su germen de imagen-tiempo. Y no olvidemos que el sonido solo vive en el tiempo.

Para entrar en su mundo cinematográfico puro hay que abrir los sentidos: el calor, los olores, los ruidos, las palabras y las formas que se mueven en la pantalla, todo se nos hace pregnante.

El audio opera tanto dentro como fuera del campo de la imagen, pero, en el fuera de campo se hace disociativo narrando algo que la imagen no ilustra directamente, generando más extrañamiento y una compleja tensión emocional.

Hay algo que yo llamo “el sonido táctil” en sus filmes. Una sonoridad que tiene tanta fisicidad que pareciera tangible, por más inmaterial que realmente sea. Porque en sus escenas lo sonoro no es abstracto, es físico, pero no determina absolutos, sino que pone en duda todo, todo el tiempo. Claramente pone en crisis la certeza de la imagen.

Los espectadores muchas veces necesitamos que la imagen se presente para dar señales de una intención determinista, un “esto es” algo que nos defina el mundo de manera reconocible, aunque sea en el marco de sus encuadres que muestran pedazos de cuerpos, fragmentos de espacios y recortes de los recortes, al menos allí “creemos saber lo que vemos”.

Su relación entre lo sonoro y lo visual es ominoso, monstruoso. Como bien dijo Lita Stantic en una entrevista “La Ciénaga es una película de terror coreana pero que no sigue los cánones explícitos del género”.

Cicatrices en los cuerpos, cortes y sangre en el pecho de una mujer, un niño sin un ojo, un perro muerto en la ruta, un hombre que apoya su sexo en una jovencita, una mujer sorda de un oído, un niño al que le sobran dientes en el paladar, un joven que vuelve con la nariz rota de un baile, la pérdida fugaz de la identidad, historias de perros que son ratas, un niño que muere al caer de una escalera, la conflictiva iniciación sexual, el incesto, el agua estancada … y las camas, las habitaciones que parecen existir sin paredes, donde la intimidad es de todos y no es de nadie, en una suerte de promiscuidad implícita.

Esta es una breve enumeración de situaciones perturbadoras de tres de los filmes que constituyen su filmografía, los cuales trataré en este análisis: “La Ciénaga” (2001), “La niña Santa” (2004) y “La mujer sin cabeza” (2008).

Volviendo al universo sonoro de Martel, es clave escuchar que la palabra dicha no solo funciona como una información nítida y precisa, sino como una gran polifonía, un decir hecho de diversas cadencias, tonos, intensidades, un abanico coral de “sonidos con sentido”, que ante todo ponen a la luz la pura expresión de la “oralidad” definida por la misma Directora, como su mayor influencia artística. La oralidad y su mundo de míticos universos, disgresiones, coloquialidad errática, contradicciones permanentes, imprecisiones, y por sobre toda las cosas, como la expresión más genuina del estado sonoro que producimos los humanos a través del acto del habla y ante todo “del deseo”.

Desde lo técnico- expresivo, la sonoridad está constituida por el mundo de la diégesis pura, o sea, todo sonido, palabra o música surge directamente de la historia, es por eso que, cuando la directora pone la cámara, llena la pantalla de sonidos hasta que explote o implote.

Martel confiesa tener mala audición y una pésima visión, no sé si eso es parte o no de la contingencia de cómo capta ambos mundos. Lo queda claro es que maneja una técnica de registro y una composición de las bandas sonoras en la post producción, altamente controladas.

Obsesivamente cuidadas, como las notas de una partitura en la que cada una vibra en un registro exacto y donde, a su vez, todo pareciera estar de a momentos en un gran caos contrapuntístico. Lucrecia cuenta en una entrevista que “componer las bandas es como escribir el guion, es trabajar con capas sobre capas” (1).

Por eso, en ese juego de superposiciones de planos auditivos, de texturas y densidades construye el fluido que hace viajar la fuerza del deseo.

El deseo para Lucrecia, como ya había mencionado, está, ante todo, en la oralidad: los diálogos, los monólogos, las palabras sueltas, los localismos, lo ininteligible del habla. Pues percibe que las estructuras narrativas orales pueden ser extremadamente audaces cuando no se homogenizan por clase social u otros modismos clasistas – academicistas.

El rezo, o sea el acto de orar, se transforma en un hecho enormemente inquietante. Recordemos a Momi en “La Ciénaga” que, como en un susurro de invocación íntimo e ininteligible, ruega por su deseo amoroso, o el canto religioso inicial en“La niña Santa”que es una trama sonora donde vibra hasta nuestro cuerpo, como quien escucha orar a diez mujeres a la vez en una iglesia, acto que la realizadora lo presenta con una fuerza estética reveladora, como si observáramos la bella desnudez de un cuerpo en su plenitud.

Por eso mismo, si puede haber audacia en la oralidad, es porque en la sonoridad Marteliana hay una entidad incontrolable, la líbido. Los cuerpos se alejan, se tensan, se rozan, se tocan, se asedian, pero no se conquistan, no se poseen en la imagen, es el sonido el que intenta unirlos en una misma geografía deseante.

El sonido posee un don: no somos capaces de manera consciente de definir su moralidad, mientras la imagen solo puede intentar escapar de ella. Pero la moral le es propia pues habita en la mirada de quien observa.

El sonido es algo más originario, primigenio, algo que ya percibe un ser que se gesta en el vientre materno. El sonido produce emociones antes que conceptos morales. Por eso su pregnancia es enormemente peligrosa, incontrolable, entra en el inconsciente y vibra en todo nuestro cuerpo.

Me imagino los sonidos de la infancia de Lucrecia en su Salta natal, los relatos cuasi fantásticos o terroríficos que le narraban de pequeña a la hora de la siesta, los ruidos cotidianos, los ruidos del espacio, los animales, los silencios, todo eso que constelaba su mundo sonoro de sensaciones y emociones, que en la niñez las captamos exentos de la moral adulta “En la niñez vemos con otros ojos y escuchamos con otros oídos”.

“Con el punto de vista siempre hago lo mismo, para mí la cámara es como un personaje de 9 o 10 años con mucha curiosidad en relación a lo que está sucediendo a su alrededor. Con curiosidad y pocos juicios morales, algunos, pero alguien con más curiosidad que moral” (2) … “El deseo es algo que no se puede gobernar, es algo que puede sentir una persona hacia otra. Es siempre mucho más sencillo pensar en alguien en términos de deseo que en términos de sexo. El deseo está siempre por encima de la ley, más allá de las limitaciones.” (3)

El deseo es incertidumbre y amenaza, no es relación causa-efecto, por eso no es extraño que la estructura dramática de sus filmes no sea canónica, ni en tres actos, ni con un conflicto único y central, pues el deseo lejos está de funcionar para Martel de esa manera.

El motor del deseo vive en la latencia, en algo que subyace e intimida, y la imagen lo contiene solo transitoriamente, en ese momento fugaz en que la mirada de Martel espía el mundo, como si sus filmes fueran grandes subjetivas de la directora, y nosotros estuviéramos atrapados en las pupilas imaginarias de su mirada.

En sus imágenes Martel nos deja claro lo imposible que es asirlo todo, marcando el fuera de campo, la falta de nitidez, la ausencia de la clásica continuidad temporal – espacial y de infinitas otras carencias que padece lo corpóreo pues “El cuerpo es una geografía de una soledad absoluta”.

Un cuerpo (“La mujer sin cabeza”), varios cuerpos que se cruzan (“La niña Santa”) y la multiplicidad de varios cuerpos superpuestos (“La ciénaga”).

Los cuerpos de los personajes, en los tres filmes, pasan mucho tiempo en posición horizontal: tirados en el piso, flotando en el agua, echados en las camas infinitas y dejando pasar las horas. Pero la abulia del calor y la inmovilidad aparente no les sofoca la imaginación ni las fantasías, sino más bien les estimula la curiosidad y el ansia. Siempre parece que hay mucho que desear y poco para hacer, la cotidianeidad es una gran planicie llena de espacios decadentes, con olor a moho o a abandono, pero el deseo brota desde esa inercia y se hace un hecho gatillado por el puro azar.

Como cuando el Dr. Jano apoya a la Joven en “La niña Santa” mientras escuchan a un extraño músico callejero y nace en ella una erótica fantasía redentora de salvar a ese hombre de algo que solo ella comprende. Cuando en “La mujer sin cabeza” la mujer rubia atropella y huye del lugar, brotando allí el deseo inconsciente de dejar de ser ella para ser otra, o cuando en “La Ciénaga” Momi se aferra a la amorosa fantasía lésbica con la mucama como su único sentido en la vida. Juegos entre lo lúdico y lo macabro recorren los caminos del deseo. Esa es su poética: la poética del terror.

El retrato del deseo Marteliano tiene varias claves: no tiene culminación, está lleno de restricciones, erotismo, ambigüedades, tabúes y represiones, y cargado de sexualidad actúa de manera reiterativa, pulsional, vuelve una y otra vez. Es existencial, pues el deseo los define a todos.

Los cuerpos viven en el placer de observar y ser observados. El lugar del objeto de deseo es algo que cambia de lugar y jerarquía en cada personaje y en cada filme. Abriendo una puerta a la mirada activa y deseante de la mujer- adolescente-niña y alejándose del clásico lugar del fetiche femenino proyectado por la mirada masculina.

Según Delleuze y Guattari, el texto produce el deseo, no solo lo describe sino que puede generarlo, por consecuencia sus filmes son “máquinas del deseo”.

El rozar de las sábanas, la respiración, los susurros, los perros que ladran , los extraños sonidos vecinos, la lluvia, el aire pesado, las voces lejanas, los secretos, las risas, la música, los ventiladores, las puertas, los niños correteando, el agua de las piletas, los chirridos, los autos, las calles, los cerros, los mugidos, los disparos, los golpes, el secador de pelo, los gritos, los retos, las conversaciones, los aparatos de rayos X, las cabinas insonoras, los vidrios rotos, el tintineo de cristales, los silencios, los zumbidos, los micrófonos, los aplausos, el murmullo, los abrazos, los besos…

Las escenas que incluyen música en estos tres filmes son únicas e inolvidables, en ellas se conjugan diversas formas del deseo y vemos a sus personajes inevitablemente envueltos en él.

El baile en “La Ciénaga” con la música de Jorge Cafrune sonando en la radio, se desata en la habitación de Mecha, donde todos terminan tirados sobre la cama y bailan cruzando sus cuerpos erotizados en una suerte de orgía familiar legalmente aprobada.

EL BAILE “La Ciénaga” / “El niño y el canario” de Jorge Cafrune

La exquisita escena de “La Niña Santa” en la que Mercedes Morán baila frente al espejo el tema “Cara de Gitana” de Daniel Magal, en una de las imágenes más sensuales e íntimas que puedo nombrar del Cine Argentino contemporáneo.

EL BAILE “La Niña Santa” / “Cara de Gitana” de Daniel Magal

Y la perturbadora escena en “La Mujer sin cabeza” donde suena un tema en inglés “Soley, Soley” que dice ni más ni menos que : “Just a Little bit lonely/just a litlle bit sad/I was feeling so empty/until you come back/ Soley..soley…” y allí la mujer rubia atropella al “perro-hombre” y cambia definitivamente la ruta de su deseo.

EL CHOQUE “La mujer sin cabeza” “Soley, soley” de Middle of theroad

Para cerrar me gustaría referirme a una experiencia autobiográfica. Hace unos años viajé por trabajo a Salta capital. Obviamente no pensaba volverme sin conocer aquella mítica Finca La Mandrágora del filme “La Ciénaga”. Numerosas peripecias tuve que sortear para lograr que me indicaran donde quedaba, y otras tantas más para poder llegar hasta el lugar.

Parada ya frente a la tranquera cerrada con candado podía ver a los lejos la vieja casona. Tiré unas piedras para chequear que no hubiera perros guardianes que pudieran atacarme si intentaba inflitrarme. Con mi poca destreza física me trepé por la tranquera y caminé hacia la fantasmática finca. Forcé un poco una de las puertas para lograr espiar en su interior. Recorrí todas las habitaciones tratando de recordar escena por escena lo que había ocurrido en cada lugar. Pero algo me sorprendió: esa casa laberíntica y fragmentaria del filme nada tenía que ver con esta clásica casona antigua de distribución tradicional.

Me detuve a escuchar ese espacio sonoro y nada inquietante llamó mi atención. Fue allí cuando descubrí los sonidos más íntimos del cinematográfico universo de Lucrecia Martel, en el encuadre de una escena inexistente, solo habitada por el subjetivado mundo de la percepción.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria

Referencias:

  • (1 / 2) Revista “La República del Cine” Entrevista con Julia Solomonoff.
  • (3) “La Propia voz” / Libro del Festival de Gijón.

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