Crítica: Al otro lado del viento (2018), de Orson Welles

Al otro lado del viento / The Other Side of the Wind (Francia / Irán / Estados Unidos – 2018)

Dirección: Orson Welles / Guion: Orson Welles y Oja Kodar / Producción: Frank Marshall y Filip Jan Rymsza / Producción ejecutiva: Peter Bogdanovich, Jens Koethner Kaul, Beatrice Welles, Carla Rosen-Vacher, Olga Kagan, Jon Anderson / Música: Michel Legrand / Intérpretes: John Huston, Peter Bogdanovich, Oja Kodar, Robert Random, Lilli Palmer, Edmond O’Brien, Cameron Mitchell, Mercedes McCambridge, Susan Strasberg, Norman Foster, Paul Stewart, Dennis Hopper / Duración: 122 minutos.
Disponible globalmente a través de Netflix.

LA BESTIA SAGRADA

Dentro de todas las historias que giran alrededor de Al otro lado del viento, la película inconclusa de Orson Welles que comenzó hacia 1970 y que es exhibida por estos días en la plataforma Netflix, está la de su propia evolución. En la biografía sobre John Huston escrita por Lawrence Grobel se lee “Esos dos hombres se querían. Y se respetaban” y también se da cuenta de una fiesta donde Huston le pregunta a su amigo“¿Qué es Al otro lado del viento?”, a lo que Welles contesta “Pues verás, John, es una película sobre un director cabrón que se cree especial, que escoge a gente, la crea y luego la destruye. Es sobre nosotros, John. Es una película sobre tú y yo.” Esta es la idea primigenia, la punta del ovillo. Años más tarde la respuesta cambiaría el tenor. Es muy recomendable ver después de la película, el documental They’ll Love Me When I’m Dead, que se encuentra en la misma plataforma, jugoso en detalles sobre todo el proceso y con la intervención de muchos de los involucrados, entre ellos “el gran Pedro”, Peter Bogdanovich, cuya figura parece establecer un puente entre dos épocas y formas de entender el cine norteamericano. En un momento le preguntan a Welles “¿Qué es Al otro lado del viento?” y él contesta “puedes volverte loco intentando una respuesta”. Solo una parte ha quedado de la idea inicial y de la conversación con Huston. Ahora, la película se ha transformado en el ocaso de un director en todos sus niveles de realidad posible, un estallido creativo que expresa un desencanto y el reconocimiento de una maldición: haber filmado una obra maestra como El ciudadano cuya vara tan alta creó a la vez el acta de defunción de Orson Welles en la industria.

Originalmente, la película fue pensada y concebida con Oja Kodar. El viejo Orson también diagramaba su vida con no menos de dos historias y Oda se transformó en su amante, hecho que no interrumpió la vida familiar con su esposa y su hija. Ambos escribieron un borrador acerca de un director de cine que se dedicaba a frecuentar corridas de toros, sin embargo, inmediatamente le dieron un vuelco con consecuencias importantes. Welles trasplantó la historia a Hollywood y creó el alter ego (a pesar de que en su constante juego de máscaras lo negara y dijera que se refería a Rex Ingram, un realizador que también sufrió los embates de la industria) con el personaje de Jake Hannaford, encarnado magistralmente por John Huston. Kodar introdujo una dimensión erótica inusitada para el cine de Welles. Y ese fue el comienzo de un derrotero que incluyó búsquedas y trabas para la financiación, continuidades y parates, hasta la muerte del realizador, en 1985. Incluso, la película fue confiscada por los iraníes (que habían participado en la producción) y cuando estuvo a punto de ser exhibida en un montaje del cual se encargaría el mismo Huston, a pedido de Kodar, se volvió a frustrar gracias a la publicación de una revista que develó el secreto e hizo enojar a los iraníes.

El resultado que vemos hoy a través de la plataforma de streaming es un montaje que “honra y completa su visión” según las indicaciones y las anotaciones que el propio director dejó, y una película abierta a diversas capas, una multiplicación de espejos similares a la última secuencia de La dama de Shangai. Pero sobre todo, un procedimiento que recorre la filmografía de Welles y que aquí es llevado hasta las últimas consecuencias: dos historias, dos secciones, que propician su juego favorito, la hibridez enunciativa entre el documental y la ficción, operatoria hoy practicada hasta el hartazgo pero que entonces suponía una novedad. Por un lado, la línea narrativa conformada por un director de cine mayor, tan frontal como reprimido, que intenta volver a dirigir; por el otro, el registro esquizofrénico del detrás de escena con técnicos, camarógrafos, productores con piel de iguana, críticos y otros íconos del campo cinematográfico pululando alrededor de la leyenda interpretada por John Huston entre el whisky y los habanos, en su cumpleaños números setenta. Esta especie de alter ego sostiene otro nivel enunciativo en base a sentencias geniales que hacen ruborizar a la tradición de ajustes de cuentas contra Hollywood. Son imperdibles los gestos del viejo Huston, su voz consumida por el tabaco diciendo “no me gustan los simbolismos” o pidiendo un trago cuando le preguntan alguna estupidez.

Dentro de la concepción barroca de Welles no hay lugar para el descanso. Así como vemos lo anterior, asistimos a los fragmentos en colores de la película en cuestión, una especie de parodia y ajustes de cuentas con gran parte del cine europeo de fines de los sesenta (los coqueteos atmosféricos de Antonioni por Inglaterra y EE.UU, los estallidos de Godard, entre otros referentes aludidos) con una inusual dosis de erotismo sostenida por las largas caminatas de Oja Kodar. Es decir, un filme que se arma a medida que se construye el otro, un juego de máscaras cuyo horizonte nunca termina por verse. En esa imposibilidad por aprehender la verdad que caracterizó la carrera de Welles, se le suma la idea del corte llevado hasta las últimas consecuencias. No hay realidad posible más allá de un continuo devenir de pedazos de celuloide, como si la rabia contra la industria llevara al artista a radicalizar mecanismos advertidos a lo largo de los años. Además, se trata de un trabajo formal acorde a los problemas de financiación que arrastró el proyecto y un rodaje que abarcó diferentes etapas. Por ende, si bien todo estuvo siempre en la cabeza de Welles, una vez más encontramos una misma escena cuyas partes fueron filmadas en distintas locaciones. Dice Barbara Leaming en su biografía algo que revela detalles sobre esta mecánica: “Como cineasta, Orson tendía a filmar planos que significaban por sí mismos una cosa y a hacer que significasen otra distintas al montarlos y yuxtaponerlos.”

A la estructura de cajas chinas hay que añadirle la conjunción de diversas estéticas que también parecen un compendio de su obra, desde las sombras y luces del expresionismo hasta los colores psicodélicos tan caros a la época. También la alternancia de formatos y granulados, un signo más de este gesto creativo y exponencialmente desaforado.

Al otro lado del viento es la versión Hyde de El ciudadano multiplicada al infinito, un esfuerzo desmedido por dirigirse a un punto de llegada inalcanzable, una eterna búsqueda de reivindicación hecha con la rabia del que se siente foráneo e incomprendido, una contienda sostenida con la energía del que cree puede ganarle al monstruo y a todos sus secuaces (productores y críticos) y que seguramente en la intimidad se arrodillaría frente al espejo para llorar como el Falstaff de Campanadas de medianoche. Sin embargo, un grupo de cinéfilos reparó parcialmente el daño y afortunadamente la película inconclusa de Welles hoy es una realidad, y un verdadero acontecimiento cinematográfico.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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