Wind / Vetar (Serbia – 2016)
BAFICI 2017: Competencia oficial.
Dirección: Tamara Drakulić / Guion: Ana Rodić / Fotografía: Igor Ðorđević / Producción: Jelena Angelovski / Intérpretes: Tamara Stajić, Eroll Bilibani, Darko Kastratović, Tamara Pjević / Duración: 70 minutos.
Al comienzo, un espacio edénico pero con mucho viento. Luego, una mirada que contempla y que transmite tranquilidad, goce. Más tarde, personajes que se van sumando: un padre, su hija y una pareja. Estos dos frentes son materia de registro sin saber a dónde conducen. Una tierra que parece gigante, apenas ocupada.
Cuando la narración asoma tímidamente sabremos que la protagonista, Mina, no tiene las mismas expectativas que su padre con respecto al lugar. Se niega al disfrute y ni siquiera accede a aprender surf con Sasa, el joven instructor que deambula por el lugar con su novia. Si hay algo que no escatima la cámara es entregarse a la naturaleza abierta y ofrecernos un tiempo para mirar. Sobre todo para elevar la vista más allá de nuestro horizonte frontal para ver el accionar del viento y escuchar su sonido. Sin embargo, mientras asoman tímidamente los encuentros verbales entre los personajes, sabremos que el lugar puede ser un paraíso o un infierno” según como se mire, a juzgar por Mina, escéptica y alejada del desprejuiciado andar de los otros. La directora filma los encuentros de la pareja como si fueran Adán y Eva, al mismo tiempo que ofrece planos donde la solitaria protagonista evidencia su tristeza. Pero elige un camino saludable. Por un lado, no explotar dramáticamente al triángulo amoroso que bordea la trama de manera tal que nada es forzado porque lo que importa es la atmósfera creada; por otro, no regodearse en el sentimentalismo y ejercer libremente el ojo de manera tal que por momentos parece que habitáramos un universo idílico al estilo de una canción de los primerizos Beach Boys. Por eso no faltará oportunidad de escuchar el clásico de “Needles and pins” versionado por Jackie de Shannon mientras los personajes regresen en moto luego de un ritual playero (tal vez, la escena de la película). La pesadez del pensamiento de Mina se trasmuta en la imagen de la princesa que cabalga con su príncipe, una versión moderna/hippie del imaginario de los relatos maravillosos tradicionales.
Son esos lapsos los que posicionan a la película como una excusa para compartir instantes fugaces. Y es una mirada que ama la naturaleza de la que habla, que hace descansar la cámara sobre el paisaje, no para congelarlo en una postal, sino para internarse afectivamente. El tiempo se consume por estos lados lentamente. Es un egoísmo saludable huir de vez en cuando de la civilización e internarnos en una playa del Mediterráneo aunque más no sea para ver el amanecer. Ese parece ser el espíritu juguetón de este inocente filme que intenta impregnar de melancolía cada fotograma de un verano adolescente, pero que también busca activar la conciencia sobre la posibilidad de descubrir lugares en donde la mano del hombre aún no ha hecho estragos.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant