SOBRE EL “NUEVO CINE” DE RAÚL PERRONE. A PROPÓSITO DEL ESTRENO DE FAVULA Y RAGAZZI.
“Everybody’s talking and no one says a word” (John Lennon, “Nobody Told Me”)
Raúl Perrone no tiene nada que demostrar. Cualquiera que se jacte de hablar de cine independiente sabe que en su trabajo continuo encontrará una respuesta. Hay allí un cineasta que ha defendido a ultranza una manera artesanal de concebir el oficio, sin levantar banderas de apoyo económico y con la firme convicción de entender el cine como un trabajo motivado por la pasión. La frontalidad poco complaciente de sus palabras a la hora de declarar y la visceralidad de sus sentencias con respecto a cómo se posiciona frente a sus coetáneos lo define como un auténtico outsider. Además, como los grandes autores, logró convertir en mítico un lugar, una patria propia y singular: Ituzaingó. Y lo que es más sorprendente, frente a tanto ruido estético vacuo y festivalero, todavía tiene mucho para decir. Desde la aparición de P3nd3jos (2013), existe en su filmografía un punto de quiebre, un alerta vital que abre nuevos caminos de revisión y de reflexión en torno al estatuto de las imágenes cinematográficas así como una notable exploración en el campo del sonido. El mismo Perrone se autodenominó en alguna entrevista como un “Videojockey” a propósito de esta inspirada etapa de su carrera. Esta prolífica labor creativa que incluye cinco películas en el lapso de dos años propone un ejercicio que lo aparta (en principio) de una cierta noción de realismo buscada en su anterior etapa pero que tiene implicancias muy interesantes en cómo se piensa el cine en la actualidad. Cuando me refiero a “implicancias” hablo de una segunda lectura, el momento posterior al visionado de las películas, que lejos de intelectualizar las cuestiones son experiencias sensoriales únicas.
Desde que el cine modificó el soporte analógico por el digital, la idea de registro ha entrado en crisis y por ende, el mismo oficio de cineasta. Esta modificación produjo un cambio de paradigma en torno a ciertos conceptos. En la medida en que las imágenes han mutado en cuanto a su naturaleza, la misma noción de plano se vuelve difusa en torno a lo que vemos. Se podría pensar que a partir de P3nd3jos, Perrone se preocupa por reformular los materiales con los que estábamos acostumbrados a ver. Lejos de asumir una postura apocalíptica se trata en todo caso de un desafío: recuperar cierta magia de los inicios del cine, no descuidar su poder hipnótico y mantenerse a salvo en este presente evanescente de continuas variaciones tecnológicas. Fundamentalmente salvar la idea de sala cinematográfica, sin la cual es imposible advertir la compleja red sonora que ofrecen sus películas.
Favula (2014) es un ejemplo elocuente. Ciertamente, se trata de una experiencia sensorial alucinante. Sensorial porque invita a ser vista a partir de un creativo y particular manejo de signos que remiten al imaginario silente, con personajes y situaciones propios de un territorio maravilloso, con esa sensación de atracción siniestra que encierran sus relatos y atmósferas. Alucinante porque el efecto es hipnótico. Pero además es notable por la materialidad que adquiere el sonido. Es en este campo donde la experimentación se hace más rica porque sugiere, al mismo tiempo, un nuevo horizonte de exploración. Si la historia del cine se ha ocupado (lógicamente) de las imágenes empecemos entonces a valorar la materia sonora como parte del juego. Favula crea una pared cuyos sonidos y efectos atraviesan la pantalla, se expanden como gases, puntúan y marcan la respiración de esa lente/ojo que parpadea al ritmo de DJ Negro Dub, Che Cumbe y reposa con la exquisita música de Sebastián Wesman. Por momentos se escuchan resonancias psicodélicas de los sesenta; en otros, las imágenes juegan con el marco auditivo como si de un remixado se tratase. La sensación es sorprendente. Curiosamente mientras miraba y escuchaba Favula (un filme para ser “audiovisionado”, en términos de Michel Chion), no pude dejar de asociar este efecto con una versión del Fausto de Murnau, musicalizada con rock gótico. En ambos casos la sincronización entre imagen y sonido es amplia y creativa, lo que les otorga un efecto menos naturalista, pero más poético y descansado. Los sonidos en el trabajo que logró Perrone conservan una fuerza tal que persisten, incluso, más allá de la atracción visual. Nunca son estereotipos sino entidades con presencia material (una manera de marcar territorio frente al dominio histórico de la voz y de la música). Me parece una decisión inteligente en la medida que piensa las posibilidades tecnológicas actuales como una forma de entender, no solo su propio cine sino el que vendrá. En este sentido la escasez de diálogos (curioso para un director que indagó siempre en pos de una forma de hablar creíble en los personajes) y de una historia en el sentido convencional, expresan una linda paradoja: el cine como narración está agotado, lo mejor ya se contó y se mostró durante la década del 20, pero a la vez está la posibilidad de recrearlo, de reinventarlo.
Esta búsqueda de la audiovisión continúa en Ragazzi (2014), filme que comprende dos movimientos. El primero vinculado con el universo de Pasolini y su asesinato; el segundo con el mundo de chicos, santificados, en su propio ámbito de marginalidad y de libertad (la soledad de los jóvenes y la relación con el entorno como predilección temática no desparece en esta etapa). Si las imágenes en blanco y negro invitan en principio a pensar en un registro realista, el plano auditivo se corre de las convenciones a partir de una banda sonora que fusiona ruidos naturales, loops de música y susurros. Los diálogos ubican a los personajes más allá de los estereotipos mediáticos consumidos cotidianamente. Perrone acude a distorsiones sonoras que borran cualquier ligazón referencial de las palabras con los gestos o con significados estables; e inserta poesía en los subtítulos que aparecen en pantalla. Es un cambio notable con respecto a otro momento de su filmografía: el director obsesionado por hallar la forma más creíble de habla en sus actores/personajes, abre aristas verbales con otra potencialidad, la de la cadencia musical y con ello hace justicia a esos cuerpos ubicados en el sentimiento universal de la experiencia poética.
Samuray-S (2015) recupera la tradición del cine silente y apuesta por una concepción plástico-musical basada en la cultura japonesa (el género propiamente dicho al que alude el título y el teatro kabuki). Lo interesante aquí es que las referencias al cine silente nunca dejan de hablar del presente o de remitirse a representaciones de la cultura argentina. Pese a los temas y a los signos que atraviesan la pantalla cuya conexión con el imaginario de oriente son evidentes, también hay un modo de representación que remite al mundo de compadritos y malevos, tantas veces recreados en la literatura y el cine argentino. Perrone no pierde de vista que los actores de sus filmes son profesionales pero además alumnos de sus talleres, lo cual otorga un efecto interesante ya que pese a utilizar máscaras y maquillaje, y vestirse como samurays, no dejan de ser personajes urbanos reconocidos en nuestro imaginario. Visual y musicalmente es de una belleza cautivante. Las sobreimpresiones y la búsqueda de encuadres pictóricos dotan a la proyección de un misterioso sentido, con un poder de hipnosis hacia el espectador que esté dispuesto a entregarse. El plano sonoro es también, en esta película, una forma de indagación que enriquece a una de percepción auditiva que tiene su propia autonomía. Aquí figura como eje rector el susurro. Primero en la continuidad de un efecto parecido a los discos de pasta, luego con voces superpuestas en distintos tonos. Cada plano es una invitación y un cuadro diferente.
Si todas las películas referidas anteriormente constituyen un bloque que encierra búsquedas y nuevas posibilidades en el terreno de la audiovisión, Hierba (2015) es el momento culminante. Están los procedimientos aludidos pero en un sentido más radical. Desde el punto de vista de la puesta en escena el rasgo más llamativo es la vuelta al color. En una decisión que confirma el amor por el trabajo artesanal. Los planos adquieren el formato de las polaroids y los fondos son pinturas impresionistas sobre las cuales se desplazarán los personajes. La alusión a este estilo de fotografías no es casual, obedece al mismo carácter de captación espontánea en busca de una historia que ese tipo de máquinas proponía. Dividida en dieciocho actos la película se presenta como una sucesión de viñetas, de cuadros vivos, donde la yuxtaposición visual y sonora vuelve a ocupar un lugar central. La ausencia de diálogos es el horizonte de llegada que anunciaban los filmes anteriores y, por ende, la confianza en las imágenes y en los sonidos para narrar por sí solos. Los actores pueden estar vestidos como en el siglo diecinueve europeo pero jamás perdemos la referencia del mundo al que pertenecen en la realidad (observamos tatuajes, pearcings, arreglos dentales). Del mismo modo los temas recurrentes, el deseo y la violencia, se desarrollan en dos planos que se imbrican. Uno es el natural. Los seres que habitan ese espacio lo transitan azorados, con la actitud curiosa de un entorno edénico a descubrir. No es un efecto continuo ya que la presencia de dos entidades siniestras pondrá en jaque la contemplación. El otro es social. La violencia expresada en duelos masculinos y el deseo cuya resultante puede ser el abuso, permiten asociar las situaciones narradas a signos del presente en nuestro país y remiten a un problema que atraviesa todo el tejido social. La diferencia con otros directores es que Perrone no resigna creatividad y sutileza para mostrarlos. Cabe añadir que este transitar de los personajes podría asociarse al imaginario literario gauchesco (hay allí dos cazadores intercambiando vino y carne en actitud pendenciera), o esas caminatas, por una especie de llanura al atardecer, que tantas veces recreó Borges como escenario metafísico en sus cuentos.
Hacia el acto doce el color azul se adueña del plano y los personajes se mueven coreográficamente bajo la música de Dj Negro Dub y Che Cumbe. Se trata de una de las tantas combinaciones felices, entre ambos dominios (visual y sonoro), que parecen nacer del azar y adquieren una fuerza única. De estas epifanías aisladas se nutre el cine de Raúl Perrone, donde el trabajo de edición es una eterna caja de pandora. Esto lo convierte en una rara avis dentro del cine argentino: como dijo Lennon, todos hablan pero nadie dice una palabra. El perro sí: el cine está mutando y hay que hacerse cargo para no olvidar.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant
*Las reflexiones en torno a Favula y Samuray-s son ampliaciones de opiniones vertidas en otros artículos.