MDQ31: Crítica de «Visita, ou Memórias e confissoes»

Visita, ou Memórias e confissoes (Portugal – 1982)
MDQ31: Autores

Dirección: Manoel de Oliveira / Guion: Agustina Bessa-Luís, Manoel de Oliveira / Fotografía: Elso Roque / Montaje: Manoel de Oliveira, Ana Luísa Guimarães / Sonido: Joaquim Pinto / Intervienen: Manoel De Oliveira, Maria Isabel Oliveira, Urbano Tavares Rodrigues, Teresa Madruga, Diogo Dória / Duración: 68 minutos.

Esta película de Manoel de Oliveira fue realizada en el año 1982 y concebida como una especie de pequeño testamento autobiográfico (sin la extimidad ni la espectacularidad que nos refriega esta modalidad desde hace un tiempo) cuando tenía 73 años y debía vender su casa para pagar deudas contraídas por una impostergable razón: el cine. Pero, como diría Borges, “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios” que con ironía hizo que el director viviera 33 años más. De manera tal que gracias a las jugarretas del destino, además de seguir disfrutando de varias obras importantes, recién pudimos ver este filme durante 2016.

Hay un nivel enunciativo sostenido por dos voces en off que, a la manera de espectros, ingresan a la casa y la cámara comienza a recorrer cada uno de los lugares y a rastrear las historias detrás de los objetos. Los textos son muy buenos y pertenecen a la escritora Agustina Bessa-Luís. El efecto es ambivalente: por un lado parecen agentes inmobiliarios que quisieran vendernos la propiedad; por otro, el registro poético que emplean, no exento de un humor solapado, acompaña la belleza de imágenes simples pero sumamente disfrutables. Son un matrimonio y como tal, sus locuciones develan diversos estados que van desde el asombro por lo que ven hasta el temor ante la oscuridad o la aparición de otros seres (que tal vez seamos nosotros), sin restar discusiones graciosas sobre cuestiones domésticas. El quiebre se produce cuando el mismo Oliveira aparece frente a cámara en el cuarto donde escribe y nos relata anécdotas de su familia, muestra álbumes de fotos y proyecta filmaciones caseras de los espacios que marcaron su infancia. Generalmente los introduce como un “regalo” que nos ofrece y está bien la palabra, porque se trata de eso, del regalo del cineasta que muchas veces recurrió a los recuerdos como matriz de sus historias pero que esta vez escoge el camino hacia el interior de su corazón creativo.

Si bien todo relato autobiográfico aparece en sus convenciones asociado a un tono elegíaco, no hay necesariamente un regodeo con la proximidad de la muerte ni mucho menos, en todo caso los colores elegidos y la iluminación componen una atmósfera de melancolía pero siempre menguada por la ligereza de las palabras del director, a veces osadas, provocativas, cuyo tinte se modifica según los temas que trata. El encanto de los lugares evocados deviene en ese misterio intangible de toda poesía y que las imágenes instalan residualmente. Después de ver la película es casi imposible olvidar esos interiores, ese jardín de flores rojas recogidas por su mujer y el cuarto de Oliveira con los pálidos colores propios de las fotos viejas que guardamos siempre en algún lado para ser redescubiertas.

Finalmente, lo que queda es la sensación de haberse dejado seducir por un filme pequeño pero apacible como la calma después de la tormenta.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

 

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