Inéditas: «Sonita», entre lo ético y lo estético

ENTRE LO ÉTICO Y LO ESTÉTICO

I-TENSIONES

En 1961, el gran cineasta Jean Rouch y el sociólogo Edgar Morin se embarcan en una empresa bastante particular. En las calles de París y frente a la cámara, detienen a los transeúntes para formularles una pregunta: “¿es usted feliz?”. Claro está, en la Francia de ese año, el interrogante aparece cargado de una connotación política muy fuerte dada la proximidad de la guerra contra Argelia y las divisiones internas que ello causó. La película en cuestión es Crónica de un verano, considerada canónicamente por la crítica como un ejemplo del llamado “cine verdad”. En un momento, Marceline, una de las protagonistas, cuyo doloroso pasado remite a los campos de concentración, atraviesa la Plaza de la Concordia mientras recuerda la muerte de su padre. La vemos acercarse y escuchamos su voz en off con un registro propio del lenguaje poético. Es un momento único, una especie de epifanía que trasciende el propósito ético inicial y nos coloca en otro plano, en el de una puesta en escena diferente cuyo objetivo pasa por un tratamiento creativo de esa materia prima llamada “realidad”, a partir de la intensidad emocional que destila el discurso del personaje y que, visualmente, se acompaña de un trabajo notable con la fotografía.

Errol Morris, otro gran cineasta identificado con el documental, se esfuerza en cada una de sus películas por ir más allá del fiel retrato testimonial. La organización de una atmósfera matizada por el uso especial de la banda sonora y la utilización de planos compuestos para marcar el artificio, más allá de la supuesta pretensión de veracidad de sus cabezas parlantes, cuestionan cualquier delimitación genérica. La delgada línea azul (1988), sobre un oficial de policía de Dallas asesinado a balazos y sus derivaciones judiciales, no es la excepción. Sin embargo, pese a los intentos del propio Morris por desligar su película de cualquier lectura que la reduzca a un testimonio verídico, fue utilizada en un nuevo juicio más tarde como prueba, lo que derivó en la revisión de la condena y en la liberación del acusado, luego de haber pasado doce años en la cárcel injustamente.

Ambos casos nos hablan de una tensión.  Parece decirnos Rouch que la supuesta naturaleza del género documental no se agota en parámetros tales como verdad y falsedad, ni se subordina al mero registro (cuestión ontológica) sino que mucho tiene que ver la representación (cuestión formal e ideológica) donde lo estético puede ser tan fuerte como lo ético. Parece no poder evitar Morris, no obstante, una fuerte restricción genérica que opera en el imaginario de los espectadores con respecto a los documentales, a saber, que lo ético está por encima de lo estético y que las ataduras a lo real siguen siendo rígidas. En otras palabras, hay un contrato vigente de lectura que se sostiene sobre la base de lo convencional, donde decir “documental” implica la directa asociación con la inmediatez de lo actual y lo cotidiano. De esta tensión, surge, por lo menos, una visible brecha entre lo que se pretende con una película y lo que el espectador y las instituciones luego hacen con ella, al mismo tiempo que se instala como signo recurrente la amplitud de la producción documental contemporánea, llena de aristas y de procedimientos que enriquecen las posibilidades del cine como modalidad expresiva más allá de ciertos modelos hegemónicos e industriales de narración que pueblan las pantallas y se consagran al mero disfrute condicionado por el mercado. Por el contrario, mientras este modelo se reduce a esa lógica de la repetición, el género documental amplía su horizonte hacia límites insospechados y permite abrir en forma constante la discusión acerca de su naturaleza (y del cine como lenguaje), lo que para algunos representa el futuro de la ficción.

II-SONITA, ¿UNA PELÍCULA IRANÍ?

Los documentales llegan en oleadas a todos los festivales del mundo y la prolífica aparición del género no necesariamente encuentra la cantidad esperada de espectadores en las salas comerciales o  en los espacios alternativos de difusión.

Ante la variada oferta se anuncia un rasgo: la diversidad de miradas. Algunas ancladas en lo real como punto de partida; otras, socavando la idea romántica que concibe al realizador en el lugar de los hechos. Ensayos, relatos personales, testimonios políticos, conforman una amalgama de películas que no escapan a la idea de que esta modalidad avanza con el mismo paso agigantado con que lo hacen las diferentes tecnologías audiovisuales en tiempos de la llamada era digital. Diversidad que, por otra parte, ha instaurado nuevos caminos productivos frente a procedimientos tradicionales del género. Un ejemplo es el uso de la primera persona, característico en gran cantidad de documentales contemporáneos, forma que, al mismo tiempo, lleva a pensar en cómo insertar la subjetividad en medio de la multiplicidad de recursos tecnológicos sin caer en la banalidad. Diversidad que, también (por qué no decirlo) asusta, ya que si todo parece ser susceptible de convertirse en imágenes, puesto que las posibilidades de registro se multiplicaron, los espectadores también pueden ser manipulados para que vean sólo lo que se ve en superficie, es decir, signos despojados de cualquier pretensión artística o recreados electrónicamente, cayendo en el fangoso terreno de la peor influencia televisiva.

En este terreno movedizo parece transcurrir Sonita (2015), la película iraní de Rakhsareh Ghaem Maghami, incluida dentro de la programación del Festival de Sundance (y que puede verse a través de plataformas virtuales como Festival Scope Pro), especie de liga menor del mainstream americano. Su inclusión es ideológicamente razonable por lo que propone como estructura de fondo el documental (“persevera y triunfarás”) aunque la realizadora haga los esfuerzos posibles por disimularlo, pero ello no quita que contenga zonas de interés o al menos habilite algunas reflexiones sobre el problema plantado en el apartado anterior de esta nota.

Sonita se llama la protagonista, una joven de 18 años, afgana, que vive en forma ilegal en los suburbios de Teherán. La primera historia del documental se centra en los problemas que debe afrontar ante el patriarcalismo de su cultura, y por ende, de su propia familia, que tiene planeado venderla como novia en el país de origen. El sueño de Sonita es cantar rap, estilo que cuadra a la perfección con la rebeldía de las letras que compone enérgicamente. La narración es el resultado de un montaje cuyo propósito es construir la convencional figura de heroína que puede superar los obstáculos y cumplir un anhelo (ideologema que calza perfectamente en el mercado americano industrial). Al principio la vemos pegando una imagen de su rostro en un cuerpo de alguna estrella mediática del mundo del espectáculo junto con billetes en miniatura; más adelante, conoceremos sus logros. Entre ellos, llegar a la tierra prometida: Estados Unidos (y con la música extradiegética del caso). De este modo, la manipulación sobre los materiales filmados tiende a un modelo occidental aguantable para un público determinado (y transitivamente, para un mercado).

El seguimiento que hace la cámara mientras se desarrolla este relato incluye intercambios verbales entre Maghami y la joven. Parece ser el pacto establecido y se incorpora como parte de la puesta en escena. También hay un espacio para introducir las limitaciones propias del caso. En una escena, por ejemplo, Sonita le solicita que apague la cámara ya que no es conveniente que la vean sin el velo. En otros tramos, esa frontera resguardada entre el que observa y es observado se debilita lúdicamente y se intercambian los roles. La cámara, entonces, cumple un papel terapéutico.

Desde lo estético, hay algunos planos que buscan un entorno sacro donde la figura de la chica se agiganta ante el registro. Son como tiempos muertos, de observación estática, y que permiten respirar a partir de cierto vuelo poético donde la mirada de la directora sale airosa. Por allí, brotan las poses de la Juana de Arco de Dreyer, entre algunas influencias reconocibles.

La historia anterior es el resultado, a su vez, de una segunda. El principal obstáculo para continuar es la libertad, entonces Sonita le pide a la realizadora si puede comprarla, de manera tal que pueda concretar su sueño de grabar un disco. Ella le responde “que debe filmar la verdad y no interferir en su vida”. Resulta llamativa la respuesta y se vincula con una decisión que atraviesa el plano ético: cómo continuar siendo parte del problema, cómo seguir filmando, para qué y para quiénes, hasta qué punto involucrarse. Ahora, Maghami cruza la frontera del espacio detrás de cámara y se transforma en parte decisiva de la puesta en escena. Para el espectador también se genera un problema, a saber, ¿debemos creer todo esto? A continuación, aparece un cartel donde se explica que el equipo de filmación ha pagado dos mil dólares para que le permitan a Sonita permanecer seis meses más en Irán. Este discutible ejercicio de autorreferencialidad pone en tela de juicio ciertas pautas en torno a lo ético y lo estético, pero en realidad es un camino tendiente a consolidar un propósito que nunca se dejó de lado: subrayar la construcción dramática del personaje, en tanto y en cuanto, podrá tener la oportunidad de convertirse en cantante de rap en EE.UU. La supuesta decisión ética de la realizadora contrasta con todo lo que sigue. Hay una serie de movimientos cuyo eje movilizador es el dinero y que la tendrá como protagonista a ella en su condición de ayudante para el destino final del personaje: el éxito. No se cuestiona aquí la nueva realidad de Sonita sino la forma en que Maghami conduce el documental hacia una ética sospechosa, enturbiada a partir del momento en que desplaza la condición de su protagonista, a la que le modela el futuro (un futuro que ya estaba establecido y que concluye como comenzó: con la figurita del propio rostro pegado en el cuerpo de las estrellas). A esta altura, la pregunta incómoda asoma: ¿por qué se pagaron esos dos mil dólares, por qué ese compromiso para involucrarse? Tal vez, porque de lo contrario, no habría película, festival y otros derroteros. Como contrapartida de este seguimiento de tres años, recomiendo enfáticamente los documentales de la directora checa Helena Třeštíková (René, Katka, Marcela), capaz de estar una veintena de años con sus protagonistas retratados sin modificar sus vidas ni sus decisiones para consagrar un modelo narrativo e ideológicamente aceptable. Pero eso ya es otra historia.

Sonita (Alemania / Irán / Suiza – 2015)
Dirección y guion: Rokhsareh Ghaem Maghami
Sundance 2016: Gran premio del jurado y Premio del público al mejor documental internacional

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

 

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