Culpa, castigo y redención: El Mundo según Martin Scorsese

CULPA, CASTIGO Y REDENCIÓN
El Mundo según Martin Scorsese o un viaje personal sobre las películas de Marty.

Este texto propone revisar algunos aspectos de la filmografía de Martin Scorsese para arribar en su nueva obra y poder pensar al maestro Italoamericano como arquitecto de un universo que crece exponencialmente hacia su última película: “El Irlandés” (The Irishman, 2019).

Hoy Martin Scorsese, Marty para sus allegados, es un director septuagenario, aún lleno de intensa energía, pasión y deseo por ocuparse de la problemática de la restauración de filmes que hacen a la historia del cine, de enseñar a los más jóvenes y, ante todo y para siempre, de seguir haciendo cine.

El cine es una enfermedad, decía Frank Capra, una infección que se te mete en la sangre y toma el control de tu cuerpo y tu mente, como la heroína, por eso el único antídoto para el cine, es más cine”. Esta es una de las primeras frases con las que Martin Scorsese, abre su documental “A Personal Journey Trough American Movies” (1995).

Culpa, Castigo y Redención es la tríada de conceptos con los que elijo definir la esencia de la ética Scorsesiana, aquella que comienza allá lejos en los 60 con un joven adolescente de familia Siciliana establecida en Litlle Italy Nueva York, exactamente en la famosa calle de los italoamericanos Elizabeth Street: 243.

Desde pequeño padeció un asma severa. Así es que cuando deambulaba por las pocas cuadras de su barrio lleno de gánsteres o de curas, como él mismo lo define, se encontró muchas veces frente a escenas de intensa violencia, lucha de pandillas, asaltos, sangre y armas, y como por su enfermedad no podía correr para escapar, se escondía y espiaba, registraba, grababa, sellaba esas imágenes definitorias en su memoria. “Allí es donde realmente aprendí a ver” confiesa en su libro “Mis placeres de cinéfilo” (ED. Paidós, 2002). Sumado a eso, sus infinitas salidas al cine con sus padres que, aunque humildes y trabajadores, amaban la pantalla grande.

Este universo de violencia e ilegalidad en su hábitat se combinaba con una marcada educación católica, “o eras cura o eras gánster, y yo decidí ser cura”, así que, luego de concluir su educación primaria/secundaria religiosa, decidió seguir la carrera de Seminarista. Pero, parece ser que algunos de sus puntos de vista no concordaban con la mirada institucional sobre la religión cristiana, sobre el significado de Dios y el sentido de la fe. Mientras, nacía en Marty la pasión por el rock & roll, más su incipiente y perturbador deseo por las mujeres.

Una tarde en la que había ido solo al cine, en las primeras veces que se alejaba de Litlle Italy, vio “Sonrisas de una noche de verano” de Ingmar Bergman (Sommarnattens Leende, 1955). Salió de la sala en un estado de shock ante esas imágenes reveladoras sobre la mujer y la sexualidad. Pero al confesarse con su padre en la iglesia, el reverendo concluyó más allá de castigarlo con varios Padres Nuestros y otros tantos Ave Marías: “Nunca más ese tal Bergman”.

Si realmente el cine es una enfermedad que se te mete en la sangre y llega hasta tu cabeza, las preguntas esenciales de Marty excedían a las posibles respuestas eclesiásticas, por lo que en 1966, ya en sus inicios como cineasta, se aleja definitivamente de los rituales de la iglesia católica. Pero ese sistema de creencias nunca dejó de ser parte de su universo íntimo, emocional e intelectual.

¿Hay un Dios que castiga? ¿Hay solo mujeres santas o putas? ¿Dónde está el bien y dónde está el mal? ¿Quién merece ser salvado? ¿Quién merece piedad? ¿Se puede ser digno sin una misión en la vida? ¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál será mi castigo? ¿Podré ser redimido? ¿Dios golpeará a mi puerta?

Desde su cortometraje “The Big Shave” (1967), premiado en Bélgica con L`Aged`or, relacionado a Vietnam, ya se expone la iconografía crística que lo acompañará por siempre, la sangre como redención y la sangre como revelación del horror, con esa precisa capacidad que tiene Scorsese de presentar una contradicción y dejarla expuesta a la vista de todos sosteniéndose por la sola fuerza de su tensión existencial.

Su gran listado de filmes realizados está encabezado por “¿Quién golpea a mi puerta?” (I Call First, 1967) con Harvey Keitel como protagónico, hasta el último que hoy nos convoca “El irlandés” (2019) . En este recorrido filmográfico integral aparecen en varios de sus protagonistas algunas preocupaciones reiteradas: la contradicción entre la vida carnal y la vida espiritual, la necesidad de tener una misión redentora muchas veces con aparentes fines altruistas, la búsqueda de un rol de poder dentro de un marco social específico y a cualquier precio, ser el espejo de otro, tener aspiraciones desmedidas, la soledad como condición ineludible, las mujeres como algo pecaminoso e inabarcable, el sujeto como reflejo de la miseria social, la eterna tensión entre lo público y lo privado. Y la fé en cualquiera de sus formas: la necesidad de creer en algo, en lo que sea, en algo tan fútil como unos cuantos fajos de dólares o tan trascendental como ser el Hijo de Dios, pero la irrefrenable necesidad de creer para poder soportar la culpa de la existencia misma.

“Partly truth, partly fiction. He is a walking contradiction”, citando la letra de una canción de Kris Kristofferson, le dice Cybill Shepherd a Travis en “Taxi Driver” (1976), sentados a la mesa de un café. “Mitad verdad, mitad ficción, él es una contradicción caminando”, son las palabras que elije ella para definir lo que ve en este taxista anónimo que la quiere seducir. Él la imagina como un ángel blanco a la que debe salvar de ese mundo pútrido de políticos y de poder. Pero esa fantasía se cae al charco de la realidad y será Jodie Foster, la prostituta adolescente que descubre en las Neoyorkinas calles nocturnas, el nuevo objeto del deseo, la nueva misión mesiánica, única y definitiva. Travis, un ex combatiente de Vietnam, un sujeto que necesita redimirse, tiene las mejores intenciones como San Pedro, quiere limpiar su cuerpo, quiere limpiar su mente, es un ser espiritual pero lo hace al estilo de Charles Manson, con la violencia como mediación. “Es como una figura del antiguo testamento que para alcanzar la santidad su única respuesta es apelar a la ira de Dios” reflexiona Scorsese en una entrevista. Y como bien referencia Paul Schrader, el genial guionista de este filme, Travis es una mezcla de “El carterista” (Pickpocket, 1959) de Robert Bresson y “Más corazón que odio” (The Searchers, 1956) de John Ford.

La culpa original que lo atormenta la paga con el castigo de su entrenamiento alienante, su transformación enfermiza y su obsesiva paranoia hecha de armas y una cabeza rapada. Pero aunque salva a la joven Jodie Foster por medio de una masacre de proxenetas, su redención no llegará, ni siquiera a través de la paradigmática imagen en la que como un suicida apunta con la mano a su cabeza como gatillando una pistola imaginaria, PUM! PUM! . La muerte no lo alcanzará para redimirlo y alejarlo de la miseria en la que vive, pues más allá de esos motes de héroe que le fabrica la prensa, Travis volverá a vivir en la alienación de su taxi amarillo y de la noche marginal en la oscura Nueva York.

Luego de “Taxi Driver” y su impactante repercusión vinieron años muy difíciles para Scorsese, llenos de enfermedad y depresión por el fracaso de su filme más anhelado “New York, New York” (1977) sumado a su divorcio con Julia Cameron. Pero en medio de todo este marco adverso se le presenta la posibilidad de rodar la historia del mítico Jacke La Motta, el famoso boxeador que hace escribir su autobiografía a Peter Savage. De la misma, años después, surgirá el filme “Toro salvaje” (Raging Bull, 1980), adaptación del genial Paul Schader con la colaboración, en posteriores reescrituras, del mismísimo Robert de Niro, Bob para sus allegados, y de Marty. “Me levanté de la cama del hospital y decidí hacer este filme como si fuera mi testamento, mi último relato y el final de mi carrera” dice el autor en su texto “Mis placeres de cinéfilo” como en una íntima confesión.

Jacke La Motta tiene todos los elementos de un italoamericano católico, con una infancia en la que hereda el sentimiento de culpabilidad como quien hereda su apellido, y esa es una condena de la cual es imposible liberarse, ¿culpable de qué?, de ser quién es, “un simple La Motta” y así la semilla de la indignidad ya está en su sangre. Esa sangre que lo hará pelear con violencia, que lo hará Campeón del Mundo, será la misma por la que se dejará golpear sin límites durante la última pelea, que el filme exhibe frente a Sugar Ray Robinson. Como si buscara la redención a través del dolor físico, una suerte de vía crucis pugilístico, donde el golpe final de su contrincante parece llegar finalmente como el castigo divino. En esa última pelea, donde ya su hermano no está con él, Jacke, incompleto e indigno, se entrega al padecimiento de la carne para que el cuerpo pague por el dolor del alma. “Ha combatido como si no mereciese vivir” es una frase que encuentra Marty en un cuadro que le regalan con la imagen de Jacke.

Es la historia de un hombre que llega a ser Campeón Mundial, y por último cae en una decadencia profesional – familiar en la que pierde absolutamente todo. Lo refleja claramente la escena en la que está encerrado en la cárcel, donde lo vemos luchando con su soledad y su culpa, lleno de preguntas sin respuestas, escena que Bob actúa brillantemente en una densa penumbra. Pero, finalmente, encuentra con su cuerpo obeso y mancillado, la liberación, la redención, haciendo de él una caricatura de sí mismo, transformándose en un showman de segunda, un recitador grotesco, un contador de chistes. Y de forma circular (con una escena al inicio y la continuación de la misma al final del filme) se nos revela a un Jacke recitando frente al espejo una escena del filme “Nido de ratas” (On the Waterfront, 1954) de Elia Kazan, escena inolvidable en la que Marlon Brandon habla con su hermano Charlie de su carrera de luchador perdida, donde confiesa que sabe que Charlie lo vendió solo por unos dados y unos pocos billetes.

Me veo ahora parada frente a frente con Robert De Niro en “Casino” (1995), que para quienes lo consideran la segunda parte de “Buenos Muchachos” (Goodfellas, 1990) aviso que no estoy en pleno acuerdo ya que este es un filme de gran complejidad dramática sin dejar de lado la reconocible ironía Scorsesiana que lo une a muchos de sus filmes. Aquí, Robert De Niro es un judío, un adivinador de apuestas que tiene una intuición para el juego absolutamente única. En este caso todo transcurre en Las Vegas y muchas de las escenas del filme están basadas en hechos reales que Scorsese y su guionista Nicholas Pileggi fueron recabando en el proceso de escritura. Así es que, de repente, Bob pasa a ser “El Gerente” de un Casino, con su mirada obsesiva y parabólica controlando a diestra y siniestra cada rincón del lugar. Pero, como dice Scorsese, “mis personajes siempre hacen cosas malas”, entre ellas, trabajar sin licencia legal (lo que será más adelante el acabose), tener de amigo a un violento incontrolable Joe Pesci y, para rematar, enamorarse de la prostituta más bella e inadecuada de todas las mujeres posibles: Sharon Stone. Todos ellos son “moralmente cuestionables” , una, por ilegales, dos, porque, según la ética/moral Scorsesiana, deben pagar una pena por sus pecados: una mujer así deberá terminar en el desastre de la droga y el abandono, un hombre como Pesci, en la marginalidad y la ilegalidad más border y Bob, finalmente, para redimirse, deberá abandonar ese imponente lugar de poder, para volver a ser un hombre gris , uno más en el mundo de las garitas y las apuestas, escondido entre los otros, silente y vencido.

Culpa, castigo y redención llegan a su punto más personalísimo en un filme que nos obliga a retroceder unos años en la carrera de Marty “La última Tentación de Cristo” (The Last Temptation of Christ, 1988) basado en la novela de Nikos Kazantzakis (1953), una ficcionalización de la historia de Jesús de Nazaret. Jesús es un joven atormentado por voces que lo aclaman como el hijo de Dios y vive constantes padecimientos físicos convulsivos, casi como el cuadro de un neuro psicótico. Pero este joven que peca fabricando cruces para la muerte de otros (la culpa y el pecado ya están inscriptos), decidirá, en un momento límite y empujado por Judas, peregrinar y buscar la respuesta a su pregunta ¿Es Dios quien me habla? ¿Es Lucifer quien me engaña? ¿O es que yo seré el esperado Mesías? El miedo y la duda de este joven Jesús son el castigo que Dios le impone como desafío. Dudar es la esencia, buscar la respuesta, formular una nueva pregunta y luchar, entre la fuerza de la carne y la pregunta del espíritu por lo divino. “Lo divino es algo irrepresentable” nos revela Scorsese.

Cristo alcanzará la redención luego de volver de la última y gran tentación: tener una familia, poseer el cuerpo de María Magdalena y vivir la vulgar cotidianeidad, y ahora, de regreso a la cruz, al final de su proyección imaginaria, se entregará a Dios, a ese Dios de la redención que no está en otro lugar más que dentro de sí mismo.

El irlandés” retoma un pasado ya narrado, en un universo construido por los mismos actores que han configurado icónicos filmes como “Casino” y “Buenos Muchachos”, sumando al inolvidable “padrino de Coppola” Al Pacino. Todos ellos son adalides de sus imaginarios marginales, de los “otros” que no eran los curas de aquel barrio original. Este nuevo gran cuento es un relato de traiciones, fraternidades, fidelidades y ante todo la construcción de una poderosa forma de ver el ocaso de sus propias criaturas. Esos gánsteres con los que vivimos en este filme de la juventud a la vejez transitando esos mismos lugares ya vividos, pero ahora con pausa y sin prisa. Vamos de la mano de Marty para atravesar esos mundos que siempre los han torturado en sus filmes: la familia como imposibilidad, la lealtad como única ética, la traición como esa infame doble cara de la moral, y la lucha de estos hombres por entender su relación con el poder pendulando a cada paso entre el bien y el mal. Una búsqueda desesperada por la trascendencia.

Scorsese, como lo define Pascal Bonitzer: “Es un cura, un voyeur y un esteta” y por esa misma razón nos expone la tensión vertiginosa que transita el deseo entre la corporeidad en todas sus formas y la espiritualidad en sus infinitas dimensiones. Como una contradicción vital, inevitable y definitiva, que pertenece al universo fantasmático de nuestro germinal sistema de creencias, un constructo fuertemente judeocristiano y netamente occidental.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria

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