Crítica: Manifiesto (2019), de Alejandro Rath

Manifiesto (Argentina – 2019)
Manifiesto se estrena esta noche a las 22 horas en Canal Encuentro, también está disponible en la Plataforma Cine.Ar.

Dirección y Guion: Alejandro Rath / Producción: Mariana Luconi, Juan Martín Hsu, Ana Remón y Alejandro Rath / Cámara y Fotografía: Baltasar Torcasso / Dirección de arte: Angeles García Frinchaboy / Sonido: Nicolás Torchinsky / Montaje: Ana Remón y José Goyeneche / Intérpretes: Pompeyo Audivert, Iván Moschner, César González, Gabriela Cabezón Cámara, María Negro y Adriana de los Santos / Duración: 61 minutos.

Con la dirección de Alejandro Rath, (¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, Alicia), los roles centrales a cargo de Iván Moschner y Pompeyo Audivert y la participación de la escritora Gabriela Cabezón Cámara, el escritor y cineasta César González, la poeta María Negro y la pianista Adriana de los Santos, Manifiesto podría ser considerado como un docudrama, aunque no sea ni una cosa ni la otra. El filmes toma la forma de un diario que dejará sentada las fases de reelaboración o más bien, de una reescritura lúdica y paródica del Manifiesto surrealista redactado por André Breton y León Trotsky en abril de 1938, en la casa azul de Coyoacán, Méjico, recreada en Mar Azul, una ciudad costera de Buenos Aires, durante el mes de mayo de 2019, y cuya autoría es, en palabras del director, colectiva.

POR UN ARTE REVOLUCIONARIO INDEPENDIENTE

Más allá de la idea primigenia de León Trotski de redactar un manifiesto que sirviera de base para agrupar tanto a artistas como a escritores revolucionarios y que decidiera que fuera Andre Breton quien lo redactara, con cierta urgencia, existía entre estos dos hombres una afinidad electiva. Incluso a pesar de la defensa acérrima de León por el realismo de los grandes escritores franceses, Zola, uno de sus favoritos, que contrastaba casi escandalosamente con el arte y la literatura surgidos dentro del surrealismo del que Bretón era uno de sus padres fundadores; a pesar de las diferencias entre uno y otro, los unía estrechamente un vínculo mucho más poderoso que trascendía sus gustos personales, el amor por el arte, la pasión por la política, y la lucha indeclinable por la revolución.

EL ÁGUILA Y EL LEÓN

Iván Moschner interpretará risueñamente, a un somnoliento André Breton, mientras que Pompeyo Audivert hará de un sobrio, enérgico y contundente León Trotsky. El director, Alejandro Rath, comentará al respecto, “sobre la base de una selección de textos, escribimos escenas tanto en la previa del rodaje como en el rodaje mismo. A medida que avanzábamos en el rodaje íbamos debatiendo con Iván, Pompeyo y con todo el equipo reflexionando y escribiendo nuevas escenas”.

El filme así replicará de manera especular las operaciones que Trotsky llevó a cabo con el manuscrito, que una vez redactado, reelaboraría, utilizando uno de los procedimientos más rupturistas que introdujera el surrealismo en el arte, el montaje, es decir, tomar ese conjunto de textos para recortarlos, editarlos, agregando y quitando palabras y frases, en idioma ruso, para luego pegar todo en un nuevo texto escrito en francés.

Breton irá postergando la escritura y la entrega del manifiesto, abandonándose al sueño, es decir a la actividad onírica del inconsciente que le deparará inesperados encuentros. Primero, con una vigorosa pianista que lo sumergirá dentro de un collage de imágenes y sonidos de archivo que dejan constancia de que en arte todo está permitido. Luego le tocará el turno a González, un obrero metalúrgico, que imprime escorpiones sobre hojas en blanco, discurrirá con su jefe sobre qué es el arte, y ante la orden de imprimir un millón de escorpiones, decidirá terminar de una vez, y repensar quizás, martillo en mano, la proclama: ninguna autoridad, ninguna coacción, ni la mínima huella de mando…

El anarquismo, más que el marxismo, se infiltrará más tarde en una barraca en la que el soñador aparecerá con uniforme de soldado, rodeado de un campo de batalla en pequeña escala, con soldaditos de juguete, dialogará con la poeta Negro, sobre el poder de la insurrección, la rebelión y el sabotaje; para finalmente, terminar en un precioso templo, con la presencia de una virgen, en obvia referencia a La Virgen Cabeza, obra de la escritora Gabriela Cabezón Cámara, con la que jugará una bella escena, en la que recordarán y llorarán la muerte de Kevincito, en homenaje a Kevin, y despachará un premonitorio monólogo sobre una guerra futura y el exterminio de los más jóvenes.

Manifiesto girará una y otra vez en torno al encuentro y desencuentro de posiciones, ideas y visiones del mundo de dos personajes tan disímiles en sus modos de ser y de pensar, que sus discusiones y debates serán la materia que constituirá en definitiva el manifiesto mismo. Dos personalidades aparentemente irreconciliables, discurrirán sin mayores sobresaltos como ocurriera en la realidad. Trotsky, el intelectual y revolucionario más brillante de su generación, fundador del Ejército Rojo, y Breton, uno de los padres del surrealismo, que gracias a su antigua profesión de médico psiquiatra a cargo de los soldados sobrevivientes de la primera guerra mundial, se tomará muy en serio el material inconsciente que escuchará en los relatos de los sobrevivientes. Asistiremos así a las interminables discusiones sobre el rol del psicoanálisis, del inconsciente y de los sueños que jugarían un rol fundamental en el arte según Breton, contra la desconfianza que sentía Trotsky por la utilización del psicoanálisis en el arte, y sobre todo la relación entre Freud y Marx, por no mencionar la cuestión del azar selectivo.

Pero también conversarán consigo mismos, por ejemplo cuando León, Pompeyo, acicala, recortando pelo y bigotes, al muñeco Trotsky para hacerlo hablar, mediante la ventriloquía, con el fin de darle voz a ese pasado de luchas, glorioso y revolucionario, a ese espíritu poderoso que se quiere rescatar haciendo hablar a los muertos, porque en este caso, en el del viejo, los muertos son los que nos hablan y nos siguen hablando a través de su vida y obra para demostrarnos que están más vivos que nunca…

EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS

Las conversaciones entre León y André se darán en distintos planos y lugares. Trotsky, sin embargo, siempre pisará tierra firme acompañado como entonces de su fiel amiga Maya, una perra de raza borzai, de pelambre blanca y roja, que fuera su consentida, con la que compartiría no sólo una amistad incondicional, sino una devoción mutua, que lo acompañaría durante sus primeros años de exilio en Turquía donde quedará enterrada; Maya será interpretada en este caso, por Pocho, un perro negro, francoparlante, del que León dirá, “este perro es casi humano”, y asegurará que con “este perro tengo una relación sentimental” preguntándose “dónde estará ese ser mitad perro, mitad hombre”.

Ante las reiteradas postergaciones y dilaciones en la entrega del manuscrito, como último recurso para apurar la entrega, León utilizará cinta aisladora para cubrirse la cabeza como advertencia y chiste visual adelantándose a la inminente herida que dos años más tarde recibirá en su cabeza con un piolet, recurriendo al humor negro tan propio de los surrealistas.

Tan vigente como entonces, el manifiesto se nos presenta no sólo como legado y plan de acción y lucha revolucionaria, sino que nos ofrece la posibilidad de volver a pensar una y otra vez sobre las relaciones entre arte y capitalismo, no sólo para detectar y poner al descubierto los nuevos condicionamientos de un arte de mercado, recordemos el escritor debe ganar dinero para poder vivir y escribir y no al contrario, sino para librar al arte de toda servidumbre, de toda coacción exterior, y de toda persecución reaccionaria.

Por Gabriela Mársico
@GabrielaMarsico

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