Crítica: Las siamesas (2020), de Paula Hernández

Las Siamesas (Argentina – 2020)
35 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: Sección Oficial Fuera de Competencia
Estreno en MALBA Cine

Dirección: Paula Hernández / Guion: Paula Hernández, Leonel D’Agostino / Producción: Juan Pablo Miller, Paula Hernández / Fotografía: Iván Gierasinchuk / Montaje: Rosario Suárez / Sonido: Leandro Catriel Vildosola / Música Original: Ulises Conti / Intérpretes: Rita Cortese, Valeria Lois, Sergio Prina / Duración: 80 minutos.

Este nuevo filme de la realizadora argentina Paula Hernández juega en su título con un emparentamiento entre este filme Las siamesas y su antecesor Los sonámbulos. Hay algo en la idea de iguales, de repetición y de pluralidad en ambos títulos, aún con las evidentes diferencias narrativas y temáticas de estas dos obras.

Las siamesas es una adaptación libre del cuento homónimo de Guillermo Saccomano relato breve de madre e hija que sostienen un vínculo endogámico, simbiótico y fagocitante. La trama simple y directa en su línea de recorrido causal nos muestra el día de la partida de ambas hacia un viaje a la costa atlántica, a Costa Bonita, localidad del partido de Necochea. La meta del viaje, al menos la que aparente, es la de ir a conocer unos departamentos que el fallecido padre de la hija, Stella, le ha dejado como herencia. En compañía de su madre Clota, va hasta allí para definir qué hará con ellos, y más precisamente que hará Stella de su vida.

Clota, una mujer que transita sus 70 y tantos, es la problemática madre narrada en el cuerpo de la bestial Rita Cortese, que compone con su cuerpazo y una gestualidad de a momentos similar a la de un animal, un juego de kinesia metamórfica en la que expone su fuerza actoral y su expresividad física.

Sostenida y progresivamente Cortese se luce en un filme que se alimenta de planos cortos y fisicidad dramática. Con un vestuario tan acertado como narrativo, la peluca que ostenta en su cabeza, entre peinada de forma artificiosa y desprolija a la vez se asocia en composé con una camisa selvática, de verdes exacerbados y vegetación desbordada, tanto como la misma Clota.

Stella, su hija, con la garra y la mirada profunda de Valeria Lois, es una mujer de esas que parecen detenidas en los años 80, delgada, pisando los 50 y pico, fumadora compulsiva de Virginia Slim, y envuelta por el rosa como dominante de su floreado vestuario, de su adolescente maquillaje, parece habitar atrapada en una idea de mujer de aparente ingenuidad, pero a la vez para nada infantil, con un rostro lleno de frustraciones y una sexualidad para nada resuelta.

El filme se desarrolla casi en su totalidad dentro del micro que las traslada a destino. La idea del viaje como algo infernal es lo que domina el clima de las escenas. El humor que se presenta como una lectura posible de esos personajes, con ese vínculo desde el inicio de la película se va oscureciendo y tensando entre los maltratos de la madre y la contención emocional de la hija que late como una bomba a punto de estallar, quién sabe cómo y cuándo.

El melodrama es el género que tiñe la estética de la historia, con una puesta que trabaja la perfección compositiva en el armado de las simetrías, las líneas puras y uso de la centralización de los objetos/ personajes en el cuadro

Los encuadres de los planos de dos, de ese par de mujeres que no se miran pero que ubican en el espacio como dos figuras que construyen un espejo de similitudes, a la vez que un contrapunto. Planos fijos de equilibrio medido se contraponen a una cámara en mano que se adueña de la secuencia final del filme.

Y para que se corten los lazos, se pongan en crisis las dependencias entre Clota y Stella hacen falta dos cosas, el azar de un averío mecánico repentino y un hombre, el único símbolo posible para crear alguna posible distancia de rescate entre ambas. Sergio Prina, el chofer, a quien ya hemos visto en El motoarrebatador, con pocas palabras y miradas precisas arma esa posibilidad de salida a través de una otredad.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria

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