Crítica: La balada de Buster Scruggs (2018), de Ethan y Joel Coen

La balada de Buster Scruggs / The Ballad of Buster Scruggs (Estados Unidos – 2018)
Producción original de Netflix (disponible globalmente a través de la plataforma)

Dirección, Guion y Montaje: Ethan Coen y Joel Coen / Producción: Ethan Coen, Joel Coen, Megan Ellison, Sue Naegle / Música: Carter Burwell / Fotografía: Bruno Delbonnel / Diseño de Producción: Jess Gonchor / Intérpretes: James Franco, Tim Blake Nelson, Tom Waits, Zoe Kazan, Liam Neeson, Willie Watson, Clancy Brown, Stephen Root, Ralph Ineson, Harry Melling, Jiji Hise, Paul Rae, Thea Lux / Duración: 133 minutos.

LA SALVAJE LEJANÍA AZUL DEL OESTE

Yo conozco un señor apasionado por el Jazz. Cada vez que lo veo me muestra los mismos conciertos y en especial uno. Como no me gusta el género, no retengo los nombres, pero sí lo que siempre me repite: “ese, cuando toca, se divierte.” Me acordé el otro día de la simpática sentencia mientras empezaba el primer episodio de La balada de Buster Scruggs, la última genialidad de los hermanos Coen, dos tipos que, intuyo, viven el cine con alegría. O al menos eso, demuestran sus imágenes. ¿A quién se le puede ocurrir meter un plano cuyo punto de vista sea el interior de una guitarra en medio de una continuidad narrativa? Justamente, a ellos, y queda bien.

Hacía rato que no disfrutaba tanto una película. Hacía rato que no veía tanto cine en una sola película. Hacía rato que tanto cine «serio» me tenía un tanto distraído. Hasta que vi llegar a Tim Blake Nelson, “el vaquero que cambia las espuelas por alas”, cantando sus dotes como pistolero por un Oeste estilizado, al borde del artificio. Porque de eso se trata, de artificio, de géneros y de música. Entonces, apareció otra melodía en la cabeza. La empecé a tararear al igual que hacían los personajes de Conozco la canción de Resnais: “Now somewhere in the Black Mountain Hills of Dakota/There lived a young boy named Rocky Raccoon/And one day his woman ran off with another guy/Hit young Rocky in the eye/Rocky didn’t like that/He said, «I’m gonna get that boy»/So one day he walked into town/Booked himself a room in the local saloon”. La canción de Los Beatles del Álbum Blanco tiene el mismo gesto paródico que el que suelen utilizar los Coen y las hazañas de Buster en algún punto se conectan con Rocky Raccoon y su Biblia de Giddeon. Son parte de ambas de una hermosa caricatura. Y la película no podía empezar mejor.

Muchos son los que suelen preguntar por qué a los que amantes del cine nos gusta tanto el western. La respuesta es simple. No solo es el único género cinematográfico puro, sino el más noble. No hay como el western para relajarse y disfrutar de los paisajes abiertos en pantalla y llenarse de cuestiones morales como existenciales que nada tienen que envidiarles a los filósofos franceses. Por supuesto, no es una modalidad para cualquiera. A las praderas hay que saber leerlas y los Coen, a su manera, lo hacen bárbaro. Las seis historias representan un homenaje a los cuentos de frontera y, como los cuentos infantiles, son tremendamente violentos y propensos a la perplejidad, siempre en una zona fronteriza entre la fábula moral y la crónica de sucesos.

Lo primero es un libro. Aquí las hojas preceden a las imágenes. Inicialmente está la leyenda inscripta y luego la versión del cine, un lenguaje capaz de multiplicar los sentidos, de abrir un universo de forajidos, algunos más serios que otros, como si los dos hermanos compactaran toda su filmografía de antihéroes en estos relatos. Y por qué no, la misma tradición del cine americano (desde la Avaricia de Erich von Stroheim, paseando por Freaks de Tod Browning y el Sunset Boulevard de Billy Wilder, entre otros). Los Coen despliegan su cinefilia sin complejos, con un natural equilibrio entre diversión y reflexión, exhibiendo su cultura de Midnight Movies mezclada con referencias de todo tipo. Su acercamiento al pasado nunca es de museo ni obedece al llanto de lo que ya fue. Se produce más bien desde la consulta, el reciclaje y la vampirización. Es una verdadera celebración. Parece fácil, pero hay que hacerlo. En este sentido, los pacatos europeístas suelen juzgarlos como a Tarantino y menosprecian a los Coen, acusándolos de arrogantes u otras cosas por el estilo. Se debe perdonarlos, no saben lo que hacen, o a se castigan por el placer que llaman culposo frente a la legitimación que da el prestigio de los festivales. Ahora, le suman un nuevo espanto, el miedito a Netflix. Como nenes caprichosos dicen “si está ahí, no la veo”. Pero vayamos a lo importante.

La figura del narrador/trovador ha sido una constante. Y del mismo modo que el cine reinventa a la literatura, las canciones reescriben los hechos en la primera gran historia. Buster canta “porque ayuda a despejar la mente aquí en el Oeste, tierra de distancias grandes y paisaje monótono”. Le habla a la cámara, nos interpela. No es un ser humano, es más bien una presencia icónica. Los Coen siempre se han mostrado afines a la edad de oro de la animación norteamericana. Sus personajes, de clara y orgullosa vocación freak, acompañados de ritmos frenéticos, son deudores de los cortos de la Warner. Este episodio en particular está planificado con el rigor de los animadores y pone en jaque cualquier pretensión de realismo, desde el primer cielo celeste con algunas nubes sobre la tierra marrón (que recuerda a Ford) hasta la figura hiperbólica de Buster, con sus dientes desproporcionados y su tono impostado de vaquero eterno (la misma exageración del Steve Buscemi baboso y vidrioso de Fargo, o excesos similares a los de Raising Arizona o The Hudsucker Proxy). Lo suyo es el alarde en una geografía que jamás admitiría su naturaleza física, pero la parodia y el cartoon son los dos recursos que hacen posible el don que tiene: dispara como ninguno. Como el Quijote, ya está inscripto en la leyenda, deambula cantando con su caballo Dan, se lleva puestos unos cuantos (con escenas gore incluidas), hasta que aparece el verdugo en uno de los duelos. Al igual que Alonso Quijano, cuando se da cuenta de que no es el mejor, Buster cae abatido. La fantasía solo puede perdurar desde el más allá y con un remate donde se cuela otro de los géneros predilectos, el musical.

La siguiente historia, Cerca de algodones, comienza con todo el fetiche de los spaghetti. James Franco se para, mira y camina como el Eastwood de Leone. Sus pasos, los detalles de las botas, las pistolas y los tiempos dilatados recuerdan aquellas memorables escenas de la trilogía, sin embargo, a los pocos minutos, la condición de antihéroe asoma, porque el fracaso es el ente regulador de cada episodio. De manera tal, que un duelo (acto solemne en el género) se transforma en un alucinado choque entre el vaquero y un viejo banquero protegido con sartenes como escudos. Los Coen se transforman en turistas del kitsch y se la bancan. Los infortunios que enfrenta el protagonista son parte del azar y están condimentados con humor negro.

El tercer momento es antológico y se llama Vale de comida. En una misma bolsa, la nostalgia, la belleza y la crueldad conviven en un relato visual depurado, de una tristeza infinita capaz de hablar sobre la condición humana con miradas y silencios. Liam Neeson monta un espectáculo por diversos lugares con un joven sin piernas ni brazos que narra historias bíblicas. El negocio se complica y una nueva modalidad con una gallina suple a la anterior. El primer paisaje con montañas nevadas y nubarrones anticipa la gris realidad de la situación, mientras que los tonos azulados acentúan la melancolía reinante en todo el episodio (acá ya no escucho “Rocky Raccoon” y se me cruza atrevidamente “I See a Darkness” de Johnny Cash). La puesta en escena manierista de cada actuación en cuestión es un cuadro viviente. La relación entre ambos personajes se juega en base a opuestos. Uno (como el Zampano de Fellini) mantiene una perspectiva utilitaria; el otro (desde una resignación al estilo de Gelsomina) solo espera y aguarda el destino fatal. La secuencia final contiene un duelo memorable, pero no son las armas las que están involucradas, sino las miradas.

A esta altura todo es maravilloso en la pantalla. Y encima aparece Tom Waits buscando pepitas de oro, comiéndose el paisaje edénico con la mirada, solitario, ambicioso. El episodio mismo, con su gestualidad, sus gruñidos, lo que dice, es como una canción del músico, como si se tratara de un homenaje. Cuerpo y voz se funden en esta figura aislada que recorre la soleada tierra persiguiendo un sueño material. Pero en esta geografía desquiciada del Oeste, “no hay lugar para los débiles” y ante el menor descuido, la vida se puede ir en un instante porque detrás siempre habrá alguien acechando. Solo un tipo como Waits, con su barba blanca, puede sostener toda la desesperación en un solo cuerpo, corriendo hasta el río (como Nino Manfredi en Feos, sucios y malos) para secarse la sangre y gritar su triunfo (que en realidad es la derrota de su avaricia): “Amo la plata que ilumina tus cabellos”. Una vez más el sueño americano es mostrado con sus excesos, donde el dinero es la única religión posible. Esta veta superficial y materialista nace en ese pasado de profundidades insondables, de miserias humanas observadas por la fauna circundante con atención, como buscando comprender las acciones de estos tipos desquiciados.

La niña que se puso nerviosa es el anteúltimo cuento viviente y aquí aparece por primera vez el universo femenino (en el segundo solo había una imagen de una joven al final, el último refugio del protagonista antes de ser ejecutado). Una mujer (Zoe Kazan) entre dos hombres y un perrito, una historia de amor trunca al estilo de Romeo y Julieta en medio de las praderas como si fuera una pequeña road movie del Oeste. Si en toda su filmografía han recurrido a carreteras y largos trayectos, aquí los caminos se constituyen en lugares de ensoñación y de pesadillas. Todo eso y más abarca el episodio, uno de los mejores, capaz de conjugar la calma melancólica de una noche frente al fogón con arrebatos y estallidos de indios atacando. Noches de susurros y de amor contenido; días de cabalgata a paisaje abierto. Esos son los dos marcos poéticamente trazados en este camino triste de la vida de los protagonistas. A esta altura, el carácter animado e icónico de la primera parte cede el paso a un humanismo infrecuente en los talentosos hermanos.

La película no cierra de la mejor manera. Los restos mortales es de una intensidad menor pero cuenta con un verdadero animal cinematográfico, “el irlandés” Brendan Gleeson. Que su acción se desarrolle prácticamente dentro de un carro con cuatro personas hablando lo ubica en un territorio más cercano al de los misterios de Agatha Christie que a las aperturas espaciales de los episodios anteriores. Sin embargo, la exquisita iluminación y los intercambios verbales son las pinceladas que clausuran con nivel este filme que, como el Oeste mismo, es un espectáculo, una fábrica de historias.

Los Coen demuestran una vez más que son animales fílmicos inclasificables. Como los grandes creadores de formas, su única patria es el cine, más allá de los argumentos, de los prejuicios y de todas las poses, moviéndose por los géneros como peces en el agua, con sus simetrías, sus juegos de palabras, sus tejanos transpirados y esos hermosos contrapuntos que caracterizan sus películas. Alguna vez Raymond Chandler se preguntó: “¿Cuál es la razón de que los norteamericanos no perciban el profundo elemento burlesco que existe en lo que escribo?” Todos los protagonistas de los Coen apuntan a responder a esa pregunta y sus películas parecen el mejor antídoto para el cine de programadores y para los críticos consagrados a la gelidez contemporánea como si fuera la única opción posible.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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