Crítica: In fabric (2018), de Peter Strickland

In fabric (Reino Unido – 2018)

Dirección, Guion: Peter Strickland / Producción: Andrew Starke / Fotografía: Ari Wegner / Montaje: Matyas Fekete / Música: Cavern of Anti-Matter / Intérpretes: Marianne Jean-Baptiste, Hayley Squires, Leo Bill, Gwendoline Christie / Duración: 118 minutos.

Desde el comienzo la música marca el tono de In Fabric, cuyos créditos transcurren como si se tratara de un video clip. Los sintetizadores marcan una genealogía: una sumatoria de citas que van desde el giallo hasta la estética de los vampiros de la Hammer. Strickland cancherea lindo y fusiona el mundo de la moda con el terror, solo que aquí las que chupan la sangre son vendedoras de una tienda de ropa, un aquelarre de mujeres de negro envueltas en placeres lésbicos. Strickland se luce con la elegancia de un tipo fascinado con el fetichismo y un vestido rojo será el elemento que une dos historias y dos víctimas. Sin embargo, queda la sensación de que el resultado es pura cáscara, un cotillón manierista más cercano al regodeo publicitario que a una historia de terror efectiva, estirada por la necesidad de lucimiento antes que por los personajes y la trama. Además, a diferencia de otros directores (como Tarantino) el juego de referencias carece de intensidad.

La película retoma ese cruce de épocas que mostraba The Duke of Burgundy, es decir, un marco temporal de los noventa con una iconografía setentista. Sheila es empleada en un banco, vive con su hijo, aguanta a la novia y se ve tentada a buscar pareja a partir de avisos para enlazar a solteros. En la televisión advierten las rebajas en una tienda de vestidos. Quienes atienden parecen formar parte de un conjuro maléfico. La tela roja forma parte de la larga tradición fantástica en la cual los objetos portan una maldición, de manera tal que atravesará la vida de dos personajes que, se supone, son dos eslabones de una cadena de reiteraciones.

El tono oscila siempre entre el humor y el terror, sin embargo, cada situación es la evidencia de que el director pretende estar por encima de todo. De este modo, una escena de sexo, un crimen, o lo que fuere, están acompañados de sobreimpresiones y otros artilugios donde lo estilístico prima sobre superficies vacías de vida. Para colmo, la segunda historia es innecesaria, dilata el tiempo arbitrariamente y concluye en un forzado cierre. Sin embargo, no contento con lo anterior, hay un dejo discursivo bastante trillado que dirige la mirada a una burda asociación, aquella que vincula al consumismo compulsivo y a la burocracia capitalista con el mal. El problema radica en las metáforas simplistas que propone visualmente el director como la del final. En este sentido, no se conforma con los detalles juguetones sino que pretende seriedad: el pecado mortal de esta especie de qualite británico.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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