Crítica: El diablo entre las piernas (2019), de Arturo Ripstein – 22 BAFICI

El diablo entre las piernas (México / España – 2019)
22 BAFICI: Autores

Dirección: Arturo Ripstein / Guion: Paz Alicia Garciadiego / Producción: Miguel Necoechea, Mónica Lozano, Antonio Chavarrías, Marco Polo Constandse / Fotografía: Alejandro Cantú / Montaje: Mariana Rodríguez / Diseño de Arte: Alejandro García / Música: David Mansfield / Intérpretes: Sylvia Pasquel, Alejandro Suárez, Greta Cervantes / Duración: 145 minutos.

En tiempos donde la sordidez cotiza como criptomoneda y el arte de incomodar es mayoritariamente una impostura, Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego regresan para marcar el abismo que existe entre ellos y los otros, entre la pereza y el trabajo, entre la ligereza desganada y la formalidad bien entendida. No se trata de legitimaciones académicas ni mucho menos, solo apuntar a la crisis de un lenguaje cada vez más despreciado por la pavada, la fachada política grandilocuente y los imperativos del presente. Afortunadamente, aún existen directores como Ripstein y escritoras como Garciadiego. Juegan a otra cosa. Están en las ligas mayores.

El vínculo entre el espacio y los personajes ha sido una de las constantes en sus melodramas despojados, estilizados, fetichistas. Un solo plano, un movimiento secuencial, describen a la perfección un estado: puede ser una mujer cagando en un baño precario o un anciano en bata que se arrastra por la casa. Son Beatriz y el viejo, una pareja gastada por los años, consumida por los celos y los insultos, pero atada al mismo tiempo a un lazo irrompible, el del amor enfermizo que, como vampiro, se alimenta de la sangre de la violencia. Esa casa destartalada y recargada de objetos, con el habitual decorado barroco de las películas del matrimonio mexicano, es la cueva por donde andarán los personajes, en medio de la asfixia y del dolor, pero también presos de los placeres que hay que reavivar, porque el fuego no es eterno y su alimento incluye maldades y otras perversiones.

Sin embargo, con el despliegue escénico, El diablo entre las piernas incorpora una lengua, un código verbal exquisito, el artificio perfecto del melodrama, un cúmulo de expresiones donde la oralidad se complemente con la escritura de modo extraordinario. Hay que escuchar los diálogos para evaluar la complejidad de tonos y el encanto de esas frases deudoras de boleros, tangos y de la jerga de los reyes y las reinas de la noche. El viejo insulta y ella anota en una libreta esos insultos. La libreta ya se ha convertido en otra cosa, en un diario de blasfemias que ingresan en el terreno artístico. Pero también están las otras conversaciones, la del viejo con su amante, la del amante con su marido, las de Beatriz con su compañero de tango. Todas están atravesadas por un uso de la palabra riquísima en matices, donde el humor incluido en pequeñas dosis contribuye al armado de un mundo autónomo e irresistible.

Y si el sexo en la vejez parece ser un tabú al que pocos y pocas se le animan, Beatriz y el viejo buscan saciar el deseo, ese impulso que puede envejecer pero nunca muere. Ella tiene el diablo entre las piernas y arrastra como cadenas un apetito insaciable; él no puede convivir en apariencia con esas historias de puta, pero son el motor de su calentura. Es el machismo mexicano retorcido hasta el ridículo. El hecho de que anden en pelotas prácticamente por la casa habla de una frontalidad que de la tragedia puede pasar a la comedia en cuestión de segundos. La expectativa genital nunca logra sobreponerse a la pasión descontrolada y a la pulsión de muerte. Así se vive en el universo Ripstein, no apto para la tibieza.

Pero para completar este cuadro de tintes expresionistas y ambientes decadentes, y para atestiguar esta fuerza irracional que también es contagiosa, hay una joven mujer que los ayuda en las tareas domésticas y que ingresa paulatinamente a formar parte del círculo. Su temprana aparición simula enmarcarse en la empleada doméstica maltratada. Más tarde, tejerá poco a poco con los mismos hilos de perversidad, e irá desde una malsana curiosidad por entender la noción de amor que sostiene la pareja, hasta ser partícipe de sus decisiones. En toda gran obra, debe haber testigos.

Al final, cuando ya estamos en el barro de la desesperación, cuando la calma después de la tormenta ocupa la escena por escaso tiempo, lamentamos que la película termine porque no hay forma de no querer a estos desgraciados.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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