Crítica: Orphea (2020), de Alexander Kluge y Khavn de la Cruz – 22 BAFICI

Orphea (Alemania / Filipinas – 2020)
22 BAFICI: Competencia internacional

Dirección, Guion, Dirección de Arte: Alexander Kluge, Khavn de la Cruz / Producción: Alexander Kluge, Stephan Holl, Antoinette Köster / Fotografía: Albert Banzon, Lawrence Ang, Thomas Willke, Walter Lenertz,Vincent Schaack / Montaje: Albert Banzon, Kajetan Forstner, Andreas Kern, Roland Forstner, Erich Harant, Toni Werner / Música: Khavn de la Cruz, Sir Henry Tilman Wolf, Stereo Total / Intérpretes: Lillith Stangenberg, Ian Madriga / Duración: 82 minutos.

Un combo explosivo para una dinamita fallida. El legendario (y nada fácil) director alemán Alexander Kluge y el artista filipino Khavn hacen una particular reelaboración del mito de Orfeo y Eurídice en modo punk-rock con alusiones contemporáneas en clave sociopolítica y (para ser fieles a la demanda) con perspectiva de género. El resultado es caótico, con todo lo que pueda tener de bueno y de malo esta palabra.

Estructurada en actos con intertítulos que ofician como adaptación de fragmentos del mito clásico, pero barnizados con la impronta panfletaria e irreverente, la propuesta es una mixtura de imágenes, texturas, colores, un camino donde la heterogeneidad y la fragmentación atraen como espantan. Y en este mosaico, la supuesta idea transgresora consiste en desmontar los resortes de la historia. Primero convirtiendo al héroe en heroína. Luego, dando a entender en un argumento anacrónico que si Orfeo hubiera sido mujer, habría rescatado a su amante del inframundo. La idea puede sonar divertida y estimulante, pero los caminos son tan confusos como impopulares.

A lo anterior, un proyecto ambicioso que hace más ruido que lo que demuestra su resultado, hay que añadirle momentos donde se musicalizan fragmentos de Ovidio y se resaltan ciertos episodios dramáticos, siempre en un marco desangelado y marcadamente elitista, signado por repeticiones de primeros planos y situaciones donde lo kitsch parece ser querido vender como importante.

Pero hay un aspecto, más allá del intelectualismo de vanguardia que la película adopta, que es el modo en que implícitamente se desprecia un formato tan popular como el mito. De modo tal, que la pedantería y la ambición que encierran las licencias creativas de Kluge y de Khavn, extendidas a una hora y media, parecen regodearse en la confusión y estimular el alejamiento hacia una fuente tan rica y popular como estas narraciones. Y para ir más lejos todavía, está esa mirada que adoran encontrar los académicos escondidos: las alusiones políticas que permitirán llenar papers sobre la inteligencia de Kluge en su análisis del mundo contemporáneo, basado en la reflexión como motor privilegiado (no vaya a ser que tomemos al cine como mero instrumento). Al lado de obras como El capital (2008), entre otras del director alemán, esto parece un chiste.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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