Crítica: Blanco en blanco (2019), de Théo Court – Festival De Lima

Blanco en blanco (Chile – 2019)
Festival de Cine de Lima: Competencia Ficción

Dirección: Théo Court / Guión: Théo Court, Samuel M. Delgado / Producción: Jose A. Alayón, Giancarlo Nasi / Fotografía: Jose A. Alayón / Edición: Manuel Muñoz Rivas / Diseño sonoro: Carlos E. García / Música original: Jonay Armas / Intérpretes: Alfredo Castro, Lars Rudolph, Lola Rubio / Duración: 100 minutos.

Lo primero es el paisaje patagónico en toda su inmensidad. Los sonidos de una tormenta de nieve anticipan un cierto halo de misterio y una amenaza en una desolada geografía donde el viento es el rey. El otro rey es un tal Sr. Porter, un latifundista, amo y señor, invisible, que delega el poder siniestro a sus subordinados, tan perversos como él. Estamos a principios del siglo XX, en Tierra del Fuego. La pantalla ancha permite explorar un dispositivo visual sin fallas, donde los planos aparecen rigurosamente controlados.

Hasta allí llega Pedro, un fotógrafo contratado para perpetuar el poder y la opresión. Las primeras señas particulares evidencian su profesionalismo y su conducta meticulosa. No solo hace fotos, sino que parece desvestir a quienes posan. Así se lo hace saber a la mujer que lo atiende mientras espera a la prometida de Porter para una sesión. Cuando ella llegue, el fotógrafo se convertirá en un pederasta estético porque la novia es una adolescente y él se moverá en un terreno moralmente oscilante. En ese marco nace una obsesión peligrosa que, si bien no termina de definirse, ha dejado una huella interior. Porque Pedro necesita oscuridad para revelar, pero la oscuridad la lleva adentro. En ese sentido, es uno más dentro de un universo en el que el color blanco todo lo iguala y es el color que transforma la memoria histórica en algo velado.

Un inglés que lo hospeda y anda borracho la mayor parte del tiempo es un eslabón más del estado demencial de violencia, la violencia de la conquista, de la apropiación y de la violación sistemática. “Queremos un registro de que aquí estamos haciendo historia, Patria” dice un capataz. Entonces Pedro saca fotos, privado de su libertad en ese espacio y obligado a ser parte en esa escritura impostada de los hechos. Y como el delirio no es privativo solo de quienes ejercen el poder, él también se contagia y pretende ejercerlo desde su condición de artista. Cada vez más obsesionado con la puesta en escena, perderá el sentido de la realidad en pos de un perfecto artificio independientemente de las consecuencias morales que se desprendan de la trama macabra de esos hombres.

Lentitud y distancia son dos patrones que gobiernan el tiempo de la película y el punto de vista que elige la cámara. Filmar desde lejos y con extremado cuidado parece ser una manera de eludir cualquier registro sensacionalista. Y si la Historia, tal como suele contarse, es una puesta en escena construida desde el poder, la película se impone como imperativo descongelar las fotos y abrir otras aristas en la conciencia. Para ello, la posibilidad de la reflexión antes que una voluntad catártica. Incluso, se permite también alternar las miradas (la nuestra y la de Pedro) cambiando el formato de pantalla. El riesgo: la gelidez de una propuesta donde todo está planificado en demasía y no hay un soplo de humanidad. Si el protagonista maquilla la realidad en su condición de fotógrafo, aquí hay un cineasta que también maquilla en nombre de una belleza segura, de un hedonismo casi narcisista, seductor, pero hijo del cálculo excesivo.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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