Crítica: Alva (2019), de Ico Costa – Semana de Cine Portugués

Alva (Portugal / Francia / Argentina – 2019)
IFFR Rotterdam 2019: Bright Future

Dirección y Guion: Ico Costa / Producción: João Matos, Jerome Blesson, Jerónimo Quevedo, Ico Costa / Fotografía: Hugo Azevedo / Montaje: Francisco Moreira, Ana Godoy / Sonido: David Badalo / Intérpretes: Henrique Bonacho, Pedro Figueiredo, Luis Anteiro, Ana Mota / Duración: 98 minutos.

Un hombre, un día lluvioso y un perro. Una casa precaria donde el trabajo y la comida parecen ser los dos únicos signos de vida observados meticulosamente mediante un registro que no esconde nunca su impronta documental. El protagonista se llama Henrique y vive apartado de la civilización (un Portugal fuera de campo) donde reinan el estatismo y el estancamiento. Nada parece ligar al personaje con un pasado reconocible ni con un futuro prometedor. De vez en cuando llegan vecinos y le dicen qué debería hacer, pero él se muestra imperturbable. A medida que pasan los minutos, nos enteramos de que tiene dos hijas a las cuales no ve. Mientras tanto, entra y sale de su hogar, una especie de cueva platónica iluminada de tal modo que el único fuego sagrado está colgado en la pared, un póster de Benfica bicampeón. El resto, sombras. La incomodidad existencial de Henrique nunca se entorpece con golpes de efecto ni con un uso intrusivo de la cámara, más preocupada por captar el entorno y encuadrar armónicamente una realidad agraria suspendida en el tiempo. Todo este tramo se puede encontrar en gran parte de un cine contemporáneo fundado en el escamoteo de emociones y alejado de cualquier atisbo de intensidad dramática. El despojamiento continúa siendo el patrón rey del presente, aun cuando la violencia se materializa a través de su fachada más visible. Henrique limpiando un fusil es el primer indicio de que otra historia asoma. Al rato, se confirma. La persecución a una mujer en la ciudad y un asesinato son narrados dentro del mismo cuadro parsimonioso. No lo vemos, pero lo sentimos en su crudeza. Un nerviosismo momentáneo es el preludio para la mejor secuencia de la película: Henrique no puede volver a su casa y permanece un tiempo aislado, fundiéndose con la naturaleza, llevando su misantropía a las últimas consecuencias. Más allá del lucimiento del director de fotografía para captar la belleza bucólica, la soledad y la desesperación anestesiada son transmitidas legítimamente, sin condena moral. En este mundo de paradojas, una vez más el paraíso se funde con el pecado y no hay lugar para el goce del protagonista, obligado a robar para comer y a esperar para el regreso. La vuelta es sigilosa. Ahora sabremos a quién mató. Pero solo será un dato, la punta del iceberg. El ascetismo del personaje se conecta con varias otras películas que han indagado en su momento esta condición que trasciende la dicotomía del bien y del mal, inherente a todo ser humano, esa especie de primitivismo agazapado y dispuesto a volver en determinadas circunstancias.

El equilibrio es un acierto de Costa y la soledad de su protagonista una dimensión monstruosa cuya puesta en escena nunca pretende sobrepasar, aún con el riesgo de pecar de frialdad. El respeto sagrado por el ritmo de su existencia se traduce en planos largos donde el personaje se inscribe en un espacio que conoce como nadie. El final confirma la tensión predominante entre ficción y documental, una barrera permeable que conjuga la voluntad por crear una historia inspirada en noticias reales y la presencia de un actor no profesional. Paralelamente da cuenta de la principal ruptura que se produce en el horizonte del cine contemporáneo, su desfasaje con el presente (velocidad del capital y del avance tecnológico) y un dispositivo narrativo alejado de esos signos. Es decir, un tipo de cine posmoderno (mal que nos pese la palabrita), que cuestiona, explora y radicaliza las maneras de hurgar en la complejidad humana, capaz de disecar hasta el límite para entronizar la mirada más allá de todo. Hoy parece ser la norma.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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