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Crítica: Niñato (2017), de Adrián Orr

Niñato (España-2017)
BAFICI 2017: Mejor película de la Competencia Internacional.

Dirección y Guión: Adrián Orr / Edición: Ana Pfaff / Intérpretes: David Ransanz, Oro Ransanz, Mia Ransanz, Luna Ransanz / Duración: 72 minutos.

Cada jurado tiene sus razones. Niñato ganó el premio principal en la competencia internacional del Bafici 2017. Considerando que lejos está de ser la mejor película, sí hay que decir que hace honor a un espíritu de independencia absoluta. Filmada con pocos recursos, recorta un aspecto de la realidad española mostrada desde adentro, en el seno de un núcleo familiar liderado por un joven padre cantante de Hip Hop que alterna su trabajo artístico con la crianza de sus hijos. Con abundancia de planos cerrados en ambientes oscuros, asistimos a retazos de una historia que nunca termina de armarse, que tiene sus momentos de gracia cuando se consagra a uno de los niños en particular (un pelirrojo llamado Oro que intenta seguir los caminos musicales de su padre, con una sensibilidad que seduce pero parece jugarle en contra a su edad, demandando mayor atención) y que propone un seguimiento personal, casi asfixiante, al protagonista.

Podría pensarse que el film de Orr es un alegato de indignación ante un país que ha sufrido una crisis importante, que esas letras que expulsa rabiosamente el joven treintañero constituyen una forma de protesta y que las imágenes de una familia de clase media amontonada en un pequeño reducto configuran un espacio alusivo a la precariedad económica predominante. Sin embargo, tampoco hay que buscar aceitunas en un pan dulce. Aquí no hay alegatos y la ciudad, a la que habría que mostrar con sus zonas olvidadas brilla por su ausencia. De modo tal que lo que queda es un registro de lo cotidiano que se exprime como a una naranja hasta donde se puede, durante un día en la vida de un artista en busca de un rumbo, mientras lidia con las tareas en la crianza de sus pequeños y algunos encuentros esporádicos con su novia.

La mayor virtud de la película es eludir un tono lastimoso y confiar en la naturalidad de aquello que se observa sin reparos, lograr sumergirse en la intimidad de un núcleo familiar y no soltar nunca al protagonista. En este sentido, cabe destacar algunos hallazgos (inevitables cuando se pasa tanto tiempo con la cámara consagrada a ello). Por ejemplo el despertar de los niños, digno de una comedia, y su renuencia para ir al colegio. Orr dedica unos cuantos minutos a la secuencia y permanece con el ojo puesto en la pereza infantil a la vez que se escuchan los reproches del padre. Uno puede advertir que más allá de la pesadez del momento, hay un vínculo afectivo legítimo y sólido entre ellos, y que esto es apenas un síntoma realista de las dificultades de ser  padre.

También son destacables aquellos pasajes en los que vemos el rostro de David. En la expresión de su mirada tal vez asomen los indicios de resistencia diaria, el cansancio pero también la posibilidad de confiar en la utopía del éxito con la música. Su rostro dibuja los trazos de la melancolía (no conocemos su paraíso perdido), aspecto que se acompaña por tonos azulados en pantalla, al mismo tiempo que saca ese “niñato” que aún lleva adentro. Dado que no hay nervio dramático que suponga un andamio narrativo convencional, lo que resta es un conjunto de fragmentos de dispar belleza que son apenas un amague de nobles intenciones pero cuyo resultado no pasa de ser un filme más donde lo íntimo se convierte en objeto de exploración,  una clase de dignidad saludable pero recurrente en circuitos festivaleros.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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