O que arde (España / Francia / Luxemburgo – 2019)
Dirección: Oliver Laxe / Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol / Fotografía: Mauro Herce / Montaje: Cristóbal Fernandez / Producción: Andrea Vázquez, Xavi Font, Andrea Queralt, Mani Mortazavi / Intérpretes: Amador Arias, Benedicta Sanchez, Inazio Abrao, Elena Fernandez, David de Poso / Duración: 85 minutos.
Hay tres momentos en O que arde, la película de Oliver Laxe (Todos vós sodes capitáns y Mimosas) que justifican su visionado. La primera secuencia es bestialmente diletante: una pila de árboles que caen como si se derrumbara un castillo de naipes en medio de una cortina de niebla. Es un lugar seguro, de esos que transitan gran parte de los títulos que conforman un Festival de Cine cuyos principios estéticos suelen parecerse. Sin embargo, la cosa no queda ahí. Es una especie de prólogo donde un árbol quemado se continúa metonímicamente en un expediente y en un nombre, el de Amador, el protagonista que sale de la cárcel y se instala en el paisaje gallego con su madre. Misterio y fascinación crean las reglas de juego en un espacio de tensión contenida donde varias tramas se abren: la posible reincidencia de un pirómano, la relación madre/hijo, el (des)encuentro del hombre con la naturaleza, la intrusión del mercado en zonas vírgenes y una historia de amor trunca.
En el medio, Amador obtiene ayuda de una mujer veterinaria para sacar a una vaca del agua. En la camioneta sostienen un diálogo lacónico e inmediatamente suenan los acordes de Suzanne de Leonard Cohen. El plano comienza en el interior y concluye con los ojos del animal. En esa confluencia espiritual que logra la canción no hay mucho que explicar, se trata de la libertad bien entendida de un realizador que confía en el cine más allá de lo racional. Es como si la música fuera elegida para sustituir a esas palabras que no pueden expresarse. Amador es parco y esa parquedad hay que entenderla en el contexto de un modelo de hombre habituado a una vida de soledad y de naturaleza que no parecen ser compatibles con eso que llamamos civilización. Y allí ingresa el paisaje rural como el otro agente omnipresente, un espacio ancestral y sagrado que no admite la intervención dañina del hombre. Tal vez, en este sentido, sea Amador un mártir con un sacrificio bastante particular, lo que da lugar al tercer momento.
Las elipsis son perfectas piezas utilizadas por Laxe para que la fuerza expresiva de las imágenes acaparen la atención y desemboquen en el fuego, ese fuego que vemos expandirse con una fuerza arrolladora. Un fuego que seguramente estuvo antes que la dramaturgia de un guion que parece ir armándose durante el rodaje dado que lo verdaderamente importante es esa realidad esotérica plagada de matices, motivo suficiente para capturar la mirada como si se estuviera en una sesión de hipnosis. Es un lugar seguro, es cierto, de una rigurosidad formal extrema, pero de los buenos.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant
Es una película que estimula todos los sentidos. Una serie contínua de imágenes para encuadrar. El sonido, ( sobre todo las voces de la naturaleza y de la vida rural ) es uno de los motores que tiene a uno alerta y expectante en todo el recorrido de la misma, Crujen las imágenes dentro del espectador. La avaricia en los diálogos dispara historias en quien observa y es atrapado por esta atmósfera en donde queda en evidencia que la naturaleza tiene una potencia y una fuerza que el hombre difícilmente pueda superar. Alude también a la naturaleza humana. Testimonia la pequeñez que tenemos como género y realza, sobre todo, la belleza del vínculo madre hijo. Además, es una invitación a la contemplación y al disfrute de lo simple y cotidiano. Las actuaciones preciosas. Como dijo el actor en la presentación: poesía hecha película,