Crítica: Entre dos mundos (2016), de Miya Hatav

Entre dos mundos / Bein Haolamot (Israel – 2016)

Dirección y guión: Miya Hatav / Fotografía: Ran Aviad / Edición: Nissim Massas / Intérpretes: Maria Zreik, Maya Gasner, Yoram Toledano y Veronica Nicole Tetelbaum / Duración: 84 minutos.

¿UNIVERSOS PARALELOS?

¿A quién amo? ¿En qué creo? La elección como guía, como incertidumbre son algunas de las posibilidades plasmadas en la ópera prima de Miya Hatav y que actúan como clave de lectura del film. Es que la idea de escoger se vuelve central para combinar esos dos mundos que parecen tan distantes y desconocidos.

El punto de unión es Oliel, un joven que está en coma tras haber sufrido un ataque terrorista. El hospital y, sobre todo, su habitación se vuelven el espacio de convergencia y de revelación de ambos universos

El primero puede pensarse en las raíces primigenias, es decir la familia, y la encarnación por excelencia es Bina: una madre que no deja de recriminarse a sí misma y al marido por la huida del hijo, por el desconocimiento de su paradero, por la ruptura del lazo, por cierto derrumbe matrimonial; un abatimiento tan grande que se refleja en la vacilación de los gestos, de las sensaciones y en cierta paradoja espacial: si bien se lo cree un sitio cerrado, reducido y hasta con rasgos opresivos, se lo percibe, en algunas escenas, como un lugar extenso, inabarcable por la distancia entre ellos.

El segundo da cuenta del amor en todas sus facetas: fuerte, temeroso, compañero, servicial, distinto y su referencia es Sarah/Amal, una joven que aparece deambulando por el hospital interesada en Oliel, pero no puede develar quién es en realidad, más allá del detalle clarificador del tatuaje de ave en su muñeca y de la adopción del primer nombre para acompañar a “su padre”, cuyo único lazo es no atender el celular y descubrir cuál es el estado del joven.

De esta manera, Entre dos mundos apuesta por el desarrollo de los personajes femeninos para enmarcar no sólo dos propuestas  de ver, pensar y vivir, sino también para desplegar numerosas variantes a la hora de amar en el universo femenino. De hecho, en un rol menor también aparece Esty, la hermana de Oliel, que aporta otra forma de vincularse. Mientras que cada hombre evidencia un rasgo puntual: el padre como símbolo de la religión, Oliel un misterio/ un cuerpo, el hombre que le lee a la esposa en coma, amor reparador.

La habitación parece volverse invisible cuando Bina lleva el CD que le había comprado a su hijo a los 13 años y ambas mujeres se ponen a bailar. Allí, y por primera vez, en Entre dos mundos sólo importa la confidencialidad, una entrega desinteresada y genuina en la imbricación de un mismo universo acompasado, poderoso, femenino, libre pero, por sobro todo, en una elección espontánea y honesta de volverse una.

Por Brenda Caletti
@117Brenn

 

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