Crítica: El libro de los placeres (2020), de Marcela Lordy

El libro de los placeres / O livro dos prazeres (Brasil / Argentina – 2020)
22 BAFICI: Competencia Americana
Estreno en Cines

Dirección: Marcela Lordy / Guion: Josefina Trotta, Marcela Lordy / Producción: Deborah Osborn, Marcela Lordy, Felipe Guimarães Briso, Gilberto Topczewski, Hernán Musaluppi, Natacha Cervi, Marcello Ludwig Maia / Fotografía: Mauro Pinheiro Jr. / Montaje: Rosario Suárez / Diseño de Arte: Iolanda Teixeira / Sonido: Federico Billordo / Música original: Edson Secco / Intérpretes: Simone Spoladore, Javier Drolas, Felipe Rocha, Gabriel Stauffer, Martha Nowill / Duración: 98 minutos.

El filme de la directora Marcela Lordy, cuyo guion co escribió junto a la argentina Josefina Trotta (El día trajo la oscuridad), es una coproducción argentino-brasilera que adapta libremente la novela corta homónima de Clarice Lispector. El filme, a modo de una novela de aprendizaje, nos lleva a interiorizarnos en la angustia existencial de una joven solitaria y melancólica que no consigue conectar con el afuera ni logra establecer relaciones comprometidas y duraderas…

LUMINISCENCIA

Lori (Simone Spoladore) es una joven treintañera que vive sola en un departamento, demasiado grande para ella, con vista al mar en la ciudad de Río de Janeiro. Es maestra de escuela, y sus horas transcurren entre clases y devaneos amorosos con amantes tan furtivos como fugaces. La soledad en la que vive le provoca angustia, pero la posibilidad de salir al mundo y hacer contacto con otras personas la aterra aún más. Las imposiciones externas, ese yugo social que controla, regula y sujeta la conducta de las mujeres a través del cumplimiento de mandatos sociales tales como el casamiento o la maternidad, le son exigidos a través de su hermano David, que le reprocha haber pasado los treinta y permanecer aún soltera, o a través de la normalización de su cuerpo, que ejerce el discurso patriarcal que la fuerza a seducir y llamar la atención para hacerse atractiva a la mirada masculina utilizando maquillaje que no sabe usar y con el que sólo consigue hacerse una máscara que la oculta y la vuelve extraña a su propia mirada, o con el vestuario, esas prendas de diseño con las que no se encuentra a gusto, quizás porque ponen en evidencia simplemente lo que no es: una snob. Por esto mismo se vuelve una mujer extraña que no se gusta porque no se reconoce a sí misma en esa imagen que le devuelve el espejo. Por eso mismo se ha convertido en una mujer inalcanzable, incluso y sobre todo, para ella misma.

Ella sólo desea fluir, dejarse llevar y encontrar esa voz, la propia, con la cual poder expresar lo que siente y desea. No extraña que se tope en sus idas y vueltas con un argentino llamado Ulisses (Javier Drolas), un profesor de filosofía que le revelará el origen germánico de su nombre, Lorelei, que remite al de una sirena. Ulisses irá despojándola de cada una de sus capas durante los encuentros que se propiciarán de manera fortuita, proporcionándole una especie de educación sentimental con extremada sutileza, acercándose a ella de un modo silencioso y contemplativo. En uno de sus encuentros él le regalará un caballito para engrosar su colección personal, algo así como un zoo de cristal. Qué mejor que la figura de un caballo que remite a lo indómito y a lo salvaje. Ella misma admite que tiene algo salvaje, suave y salvaje al mismo tiempo. Posiblemente, ella, al igual que el inmenso departamento en el que vive, contenga compartimentos estancos como las cajas de cartón cerradas que ella misma, con la ayuda de Ulisses, deberá ir abriendo…

En el pasaje o transposición del texto fuente (la novela homónima de Clarice Lispector) al texto cinematográfico hay una multiplicidad de sentidos que se pierden. La directora Lordy aclaró que no quería recurrir a largos monólogos en off lo que implica que la adaptación no se ha mantenido totalmente fiel al texto. Y en este punto aparece el eje fidelidad/traición al texto fuente con respecto a la transposición cinematográfica. En este sentido resultaría erróneo y contraproducente montar un operativo inquisitorial para rastrear y requisar cuánto del texto ha sido retenido y cuánto de él se ha perdido en el pasaje de un soporte a otro. Cuando lo más aconsejable en términos estéticos sería reemplazar aquel eje fidelidad/traición por el de fidelidad/libertad. Es decir, deshacerse de ese imperativo de evaluar hechos estéticos recurriendo a categorías éticas. Por qué habríamos de abrumar a un espectador con palabras cuando pueden crearse imágenes y sonidos tan evocadores y reveladores como la palabra misma.

El agua, como tema, y sus motivos, el mar, los peces, las plantas, conforman la sustancia del filme. La abundancia y su falta son las que impondrán el ritmo, los momentos de fluidez o de inmovilidad, en los que el personaje al igual que la marea sube o baja, retrocediendo o retirándose a las profundidades para volver a resurgir en la superficie una vez más. El mar como una inmensidad abismática o el agua quieta de una piscina están allí como puertas a abrir o espacios liminales a cruzar, sin embargo la protagonista se moverá con la misma cautela y desconfianza con la que se ha manejado con las personas que la rodean. Tal vez se trate de dejarse atrapar por la belleza plástica de las imágenes, y reconocer que el amor es un aprendizaje que poco tiene que ver con la satisfacción inmediata o la complacencia sino que se trata más bien de un proceso arduo y prolongado de descubrimiento y transformación personal.

Por Gabriela Mársico
@GabrielaMarsico

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