Crítica de TV: The Handmaid’s Tale

The Handmaid’s Tale (Estados Unidos – 2017 / 18)

Creador: Bruce Miller / Producción: Dorothy Fortenberry, Joseph Boccia / Intérpretes: Elisabeth Moss, Max Minghella, Yvonne Strahovski, Joseph Fiennes, Ann Dowd, Amanda Brugel, Madeline Brewer, O-T Fagbenle, Nina Kiri / Compañía productora: MGM Television / Temporadas: 2 / Episodios: 24 / Cadena original: Hulu / Distribución en Latinoamérica: Paramount Channel / Flow Cablevisión (Argentina).

RED ARMY

¿Para qué sirven las distopías? La ciencia ficción ha sido el género que más ha echado mano a ese recurso y siempre con una intencionalidad política. El rápido avance de la tecnología ha creado en el ser humano una sensación de incertidumbre enorme no exenta de cierto placer por el peligro. Por otra vertiente discurren relatos que eligen el camino inverso para la pesadilla futurística: el apocalipsis. ¿Qué pasa cuando dejamos de tener todo lo que hasta hoy poseímos?

The Handmaid’s Tale no habla de la tecnología y, por ello, no puede colocársela dentro de la ciencia ficción, pero sí comparte con ella la creación de un mundo diferente en donde lo que hemos perdido no es lo material sino lo intangible: la libertad. Y la causa de ello no fue una invasión extraterrestre sino una masiva esterilidad. Entonces, el dar a luz, patrimonio sagrado de la mujer para la sociedad judeocristiana se torna en su contra gracias al poder de una dictadura patriarcal. La situación desesperada da lugar a un gobierno militar en donde las pocas mujeres fértiles son secuestradas, puestas de criadas y violadas sistemáticamente por el jefe de la casa. Una vez preñadas, son mantenidas allí hasta dar a luz; se les arrebata el fruto de su vientre y luego pueden correr distinta suerte: seguir en la casa (para seguir siendo violadas y reproducir) o ser “trasladadas” (el término no es inocente) a un campo de trabajo con alta contaminación radioactiva donde seguramente perecerán sin mucha dilación.

Entonces, ¿Para qué sirven las distopías? Probablemente, más allá del juego imaginativo que pueda tentar a cualquier mente creativa, existe una mirada política y probablemente una intención de alertar. En eso pensaban los escritores de ciencia ficción de antaño, exponer los peligros de ciertas situaciones a futuro y los métodos son la extrapolación y el paroxismo, llevar cada situación hasta el límite jugando con la metáfora del sapo y el agua hirviendo. Cualquiera que haya leído el libro The Handmaid’s Tale, visto la película o la primera temporada (especialmente si uno es argentino o conocedor de su historia) le habrá causado una gran conmoción la situación de las madres y sus hijos raptados antes descripta. Y no es algo casual ya que la propia Margaret Artwood ha declarado que se inspiró en la apropiación de bebés durante la última dictadura vernácula. Entonces no resultan tan raras las alusiones de muchas diputadas y diputados a esta situación en el debate sobre la despenalización del aborto ni tampoco los mensajes de la autora a nuestra vicepresidenta debido a su posición “pro-vida”.

Pero la importancia de esta serie no es sólo argumental, ya que su puesta en escena afirma cada momento sus postulados ideológicos. Más allá del obvio y esperable punto de vista femenino, hay otra cuestión estética a resaltar: la fotografía. Con una paleta más bien acotada y poca variedad de colores, el rojo saturado resalta como una mancha de sangre en una pared blanca. Todas ellas, las criadas, son una herida, la herida más pregnante de esa nueva sociedad fascista “pro-vida”. Pero aquí (o quizás sin el “pero”), las dos vidas cuentan mientras el bebé esté sano. El feto se vuelve botín de guerra y las madres biológicas meras incubadoras, envases descartables. Ese feto sí es un futuro ingeniero pues lo va a criar una “buena familia”. Virgine Despentes ya nos alertaba sobre la obligación de las mujeres a ser madres en “La teoría King Kong”, Artwood ya lo había ficcionalizado años antes.

Esos colores, además, están delineados con un trazo muy particular. Las líneas que genera la fotografía son gruesas, claras por esa cualidad pero a su vez indefinidas en su contorno, como un cuadro realista de Gustave Courbet, lo que nos remonta al siglo XIX, evidenciando lo retrógrado de esa nueva sociedad. Pero más aún. Muchas veces las criadas y las Marthas se encuentran al lado de ventanas que dejan entrar una fuerte luminosidad exterior, pero no de un sol pleno, sino más bien una resolana. Esto y la bien disimulada iluminación artificial (tan disimulada que parece inexistente), junto a un mobiliario antiquísimo, nos trae a la cabeza los famosos cuadros de Johannes Vermeer. Entonces lo que era siglo XIX ya es siglo XVII y nada parece más retrógrado y conservador que esta sociedad de generales y criadas; todo es viejo, vetusto. Aunque lo que huele a naftalina es en verdad la ideología.

“Mi cuerpo, mi decisión” no habla estrictamente del vientre, pues la autonomía corporal lleva a la autonomía de pensamiento y cuando June, la protagonista, pueda desprenderse de lo que más ama irá por todo, por lo suyo y por lo de las demás, pero no para ella, sino para todas, pues la solidaridad ya es vaga, imprecisa, insuficiente; June sólo piensa en sororidad.

Por Martín Miguel Pereira

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