Crítica: Colette, Liberación y deseo (2018), de Wash Westmoreland

Colette: Liberación y deseo / Colette (Estados Unidos / Reino Unido – 2018)

Dirección: Wash Westmoreland / Guion: Richard Glatzer, Wash Westmoreland, Rebecca Lenkiewicz / Producción:
Elizabeth Karlsen, Pamela Koffler, Michel Litvak, Christine Vachon, Gary Michael Walters, Stephen Woolley / Música Original: Thomas Adès / Fotografía: Giles Nuttgens / Montaje: Lucia Zucchetti / Diseño de Producción: Michael Carlin / Intérpretes: Keira Knightley, Dominic West, Eleanor Tomlinson, Fiona Shaw, Denise Gough, Aiysha Hart, Rebecca Root, Al Weaver, Caroline Boulton / Duración: 111 minutos.

PERPETUAR LOS DESEOS

¿Quién puede afirmar que es feliz y disfruta de la vida? ¿Qué mujer consigue visibilizar su voz y potenciarla, a pesar de las coerciones socioculturales, de la dominación cosmopolita machista y de concepciones culturales tan disímiles que aplauden lo innovador pero con ciertas restricciones? Gracias a un espíritu fuerte, la chica de campo pobre y confundida con una hermana huérfana durante la presentación en la sociedad parisina aprende a modelar numerosos aspectos del matrimonio, a mantenerse fiel a sí misma, a quebrar los mandatos de la época, a tener un nombre propio, a experimentar sin remordimiento todas las inclinaciones sexuales, a compartir los recuerdos y las sensaciones del pasado a través de la escritura, a conectarse con la ciudad y a realizar lo que desea. Fuera de todo pronóstico, ella consigue lo inimaginable: felicidad plena y promover su estilo como universalidad.

Justamente, este efecto se acentúa gracias a la construcción narrativa por elípsis y saltos temporales del director Wash Westmoreland que trazan el intenso recorrido de la protagonista, las transformaciones que debe realizar para sobreponerse a dicho contexto y las permanentes reconfiguraciones entre el campo y la ciudad. Un comienzo familiar y apacible en el pueblo Saint-Sauveur-en-Puisaye, en la región de Borgoña, interrumpido por la visita del escritor Gauthier-Villars, conocido como Willy, que evidencia el interés de ambos por estar juntos, el reconocimiento de la madre acerca de su temperamento peculiar y una suerte de guiño hacia el futuro en el obsequio del hombre: un adorno de vidrio con una pequeña torre Eiffel dentro y nieve que bien puede anticipar el encanto en el que sucumbirá la urbe y el éxito de la pareja que terminará con todos en la palma de las manos.

Luego, la vida conyugal en París con los primeros acercamientos de Colette a los salones y los círculos exclusivos que no sólo la insertan en una vida intelectual y artística activa, sino también sellan el pensamiento social reinante, es decir, la marcada diferencia de género y clase. Un vínculo que inicia con numerosas asperezas pero que de a poco encuentra solidez en cantantes, actores, mujeres con poder económico y otros escritores (resulta interesante el despliegue de problemáticas con ghostwriters y los derechos de autor). Por último, las giras y una evolución avasalladora del personaje Claudine que mantienen los lazos con el pasado, con la pertenencia, con las búsquedas estéticas e identitarias y con la constitución de fenómenos culturales que intentan ampliar las miradas, replantear cuestiones de siglos anteriores, descolocar lo establecido y volver perceptibles los anhelos más profundos.

El otro elemento central en Colette: Liberación y deseo es la inserción de lo andrógino en el entorno de la protagonista a través de matices y capas: el cantamimo que recita al principio en uno de los salones –una figura con traje, rostro blanco, rodete y voz femenina–, el uso de blusas y blazers con polleras que se contraponen a los vestidos, los coqueteos y la experimentación sexual –sólo permitida para los hombres–, la forma en la que toma alcohol, el personaje que lee fragmentos del primer libro, Missy y su vestimenta con pantalones o el corte de pelo; todos ellos puestos al servicio para cuestionar el rol sumiso de la mujer, los impedimentos sociales para que se exprese, sienta, piense, disfrute y luzca y las betas por las cuales se cuela la escritora para quebrar cualquier ataduras y liberararse del deber ser.

La chica de campo supo demostrar una personalidad enérgica y cualidades distintivas para derribar mitos sin fundamentos, beneficios ganados sin luchas, estamentos arcaicos y diluir un poco las desigualdades genéricas. Un torbellino que puso en jaque lo que se esperaba de ella en pos de mantener la esencia y defender sus sensaciones, vivencias y pensamientos. Una mujer convertida en estilo dentro y fuera de las páginas de los libros. El pleno goce perpetuado y libre.

Por Brenda Caletti
@117Brenn

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