Crítica: Club Internacional Aguerridos (2019), de Leandro Córdova – 22 BAFICI

Club Internacional Aguerridos (México – 2019)
22 BAFICI: Competencia Internacional

Dirección: Leandro Córdova / Guion: Lino «Papus» Von Saenger, Enrique Giner de Los Ríos, J.L.C.L. / Fotografía: Fergan Chávez Ferrer / Montaje: María Calle Guerrero / Diseño de Arte: Gabriela Garciandia / Sonido: Hector Ruiz, Alejandra “Alacrán” Laveaga, Raquel Belver / Producción: Elisa Miller, Sandra Godinez, José Leandro Córdova Lucas / Intérpretes: David Calderón, Israel Almanza, Rubén Bonet, Helena Puig, Irving Corona / Duración: 84 minutos.

Compañía Internacional Aguerridos versa sobre un pibe burgués que se mete a documentar una pandilla de punk, se enamora del líder y de ser un espectador se vuelve parte de la pandilla. Parece una idea interesante, aunque su desarrollo termina por agobiar. Y hay dos razones que son fundamentales. La primera es que pese a un cierto gesto revulsivo en la propuesta, no exenta de escupitajos, golpes, impulsos sexuales y otras yerbas que ofenderían inmediatamente las buenas conciencias, la verdad es que desde el punto de vista estético (un blanco y negro estilizado, la cámara en mano alternada con encuadres precisos y calculados) no difiere demasiado de lo que se ve habitualmente en el circuito festivalero. Entonces, la supuesta libertad o aire fresco no termina de percibirse como tal. Además (y aquí va el segundo argumento) la necesidad de forzar la ficción para convertirla en un falso documental es un recurso que no solo cansa por su insistencia, sino que termina siendo fallido e infantil.

“Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus (la palabra personajes aparece tachada) son auténticos”, reza un epígrafe inicial. Inmediatamente, como parte del juego, la muerte del director es denotada en un aviso que se confirma en la escena siguiente, que remite a los tiempos de Blair Witch Project (Eduardo Sánchez, Daniel Myrick, 1999) ese otro juego apresuradamente valorado como innovación. A continuación, entre reportajes a cámara, escenas de violencia explícita, puteadas, drogones, se arma la idea de una especie de logia, tribu urbana punk, que incluye robos y secuestros, entre otros actos. Progresivamente, quien filma entra en ese mundo, atraviesa la frontera de su (in)comodidad familiar de clase media alta, se pelea con su novia y se pierde en ese otro mundo donde cada gesto exacerbado se pretende como parodia de filmes de gángsters y narcotraficantes, pero nunca logra salir de la confusión y la gratuidad. Si hay una premisa inconveniente en la película de Córdova es creer en que la acumulación de efectismo logre algo más allá de impacto en el espectador. ¿Hay una reflexión detrás de esto sobre la violencia que nos interpele? Al parecer no. El tema es que la propuesta se agota en su insistencia.

La ambientación es de los años noventa, una década que muchos juzgaron como horrible, como una perdición consumada de los ochenta, sobre todo a nivel musical, decadencia que suele ligarse a la situación económica. En este sentido, el realizador homenajea a varias bandas punk de ese momento mexicano. En varios segmentos se reproducen los encuentros callejeros, las cagadas a palo y la jerga desenfadada del clan. En otros, uno de ellos especialmente, vomita su filosofía de vida, entre el nihilismo y la nostalgia borracha de un mundo sin desigualdad, con el firme anhelo anárquico como principio. Son los momentos más graciosos y vitales pese a los mensajes funestos. El resto mantiene una línea de juego entre amigos que no levanta vuelo nunca más allá de la repetición, como si fuera un largo video clip.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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