Je me tue à le dire / Me mato diciéndolo (Francia / Bélgica – 2016)
BAFICI 2016: Competencia Internacional
Dirección: Xavier Seron / Producción: Olivier Dubois / Intérpretes: Jean-Jacques Rausin, Myriam Boye / Duración: 90 minutos.
“La historia de mi vida no existe” se lee al comienzo de la famosa novela de Marguerite Duras, El amante. Las primeras imágenes, las primeras palabras Je me tue à le dire, ejercen una resonancia con aquella sentencia y plantan una marca contra-autobiográfica: “Cuando mi madre me dio la vida, también me dio la muerte”. No obstante, sus mundos interiores están a miles de kilómetros de distancia. La frase de corte existencial, escuchada en la voz en off, que le encantaría al mismísimo Emil Cioran, confirma la pesadez del tema. Sin embargo, si el mundo parece ser un lugar horrible desde la perspectiva de Seron, más vale reírse. Eso sí, con una mueca, sin derrochar carcajadas innecesarias.
Michel, el protagonista, tiene miedo de morir. Su madre está enferma y él no quiere terminar así. La cuestión es que su vida entra en un tobogán en bajada cuando descubre un bulto en el pecho, su novia lo abandona y el presente se le transforma en un hastío constante. Claro está, el argumento sería insoportable si el director no optara por el formato de una comedia negra “a la europea”. Filmada con una impecable fotografía en blanco y negro y dividida en actos, ofrece un armazón a base de viñetas donde el humor se genera a partir de algunos procedimientos bastante efectivos. Uno de ellos parte de la presencia misma del actor Jean-Jacques Rausin cuya contextura física representa un prototipo grotesco. El rostro inexpresivo, la panza al aire y la masa de pelos que cubre su cuerpo, puestos en contextos absurdos, provocan un desajuste que propicia la risa sardónica. No faltarán las típicas secuencias simpáticas de baile ni momentos en los que la ridiculez gobierne la pantalla (una clase de yoga se convertirá en una denodada coreografía musical). Es parte de la pose cool que Seron no puede ni quiere disimular en los tramos en que la desesperación de esta especie de anti-héroe hipocondríaco se hace a un lado. El letargo en el que está sumergido es acompañado con frecuentes usos del ralentí que, sumados a las particulares sincronizaciones musicales y visuales, generan un enrarecimiento que también es un límite para la empatía del espectador.
Otro recurso consiste en tomar el tema de la muerte con ojos irónicos puestos en justas dosis. Si el punto de llegada es inevitable (“Todos nos vamos a morir” dice el amigo) el tema pasa por ver quién será el primero, como si esto fuera un terreno apropiado para apostar, soportar o llegar más rápido. Madre e hijo forman parte de una simbiótica y extraña relación, y serán los principales competidores.
Además, la alteración de la lógica con respecto al significado de ciertos signos pone situaciones patas para arriba. De este modo, asistiremos a un complejo de Edipo invertido, a una consulta médica determinante con un esqueleto detrás del paciente y a una secuencia final de antología donde la iconografía religiosa se gesta desde lo cotidiano. Allí comprendemos que los santos están en el mundo y son bien bizarros.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant