“Todo comenzó por el fin” y “Homeland”

EL EMPLEO DEL TIEMPO
Sobre dos películas notables del último Festival de Cine de Mar del plata.

En un festival de cine, el empleo del tiempo no es solo el recuerdo de aquella buena película de Laurent Cantet sino un tema en sí mismo para cualquier espectador. A veces, la voracidad por deglutir lo más que se pueda de la variada y extensa programación hace perder de vista algunas películas extensas que se encuentran entre lo mejor. Una lección personal: resignar cantidad a favor de calidad. Este año, dos de los films más estimulantes tienen más de tres horas.  El primero de ellos pertenece a Luis Ospina y se llama Todo comenzó por el fin.

El cine es un antídoto frente a la muerte. No sólo porque las imágenes reviven espectros sino porque es un arte que se propone como resistencia frente al olvido. Ospina es un extraordinario director colombiano que supo aferrarse a lo mejor de la vanguardia latinoamericana y combatir una cierta tendencia del cine político focalizado en exportar imágenes exóticas para las buenas conciencias europeas. Le han detectado un tumor y su objetivo, pasional, es concluir una película donde recorre todos los años vividos intensamente con una generación de artistas.  El mismo Ospina se filma en el hospital y la enfermedad se asume como puesta en escena. Como buen cinéfilo, se nace con el cine y se muere con él. La cámara digital que utiliza no escatima detalles en mostrar el cuerpo sometido a estudios. Como Panahi, el director iraní encerrado con arresto domiciliario, Ospina se ve obligado a ejercer su pasión desde el hospital. El contexto es otro pero la motivación es la misma: tensar los límites del documental como género y ficcionalizar la situación vivida. El riesgo es importante. De todos modos, el cinismo y la gracia del director apaciguan cualquier atisbo de morbo o golpe bajo (“Si no me muero, la película tiene que cambiar”). Es un prólogo interesante que confirma una serie de paradojas: en 1963 Rossellini declara que el cine está muerto; en ese mismo año, Ospina filma su primera película. Luego, en el año 2013, el malestar que aqueja al cuerpo del cineasta no impide que el cine mismo sea una manera de exorcizar los fantasmas juguetones del pasado. Y así comienza el recorrido por esta loca generación tan particular de artistas conocida como Grupo de Cali o “Caliwood”.

En el itinerario se evoca a dos personajes descomunales, Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, y un huracán de cinefilia atraviesa la pantalla. El nexo es el amor: “Fuimos una generación que nos quisimos mucho”.  Y es ese mismo acto de amor el que lleva a cabo el amigo Luis Ospina cuando sale a recordar a estos referentes. La cinefilia no es una pose, es un acto que involucra cuerpo y alma. En una época donde el universo audiovisual se alimenta a una velocidad irrefrenable de datos, la resistencia consiste en buscar aquellas imágenes que nacían de las entrañas y no de fábricas consagradas a la virtualidad. Por ello, dentro de la visión caleidoscópica sobre Caicedo y Mayolo, hay lugar preponderante para mostrar sus locuras fílmicas.

La película está dividida en capítulos encabezados por epígrafes. No sigue un itinerario estrictamente ordenado ni una evocación lastimosa. Por el contrario, Ospina le inyecta vitalidad a su precaria salud para terminar el proyecto. Utiliza archivos del pasado que dan cuenta de la evolución de esta notable casta de artistas con el espíritu de comuna, libre, utópica y rebelde, a pesar de estar ajenos (o de interpretarlos a su manera) a los problemas políticos de un país que se debatía entre la vida y la muerte con la guerrilla y el narcotráfico (“Yo no hubiera resistido este país sin marihuana” dice uno de los asistentes). Una de las canciones expresa sardónicamente el gesto: “Nosotros de rumba y el mundo se derrumba”.

Al mismo tiempo, otras imágenes en blanco y negro obedecen a un registro de lo cotidiano en el presente, donde Ospina se reúne en un almuerzo con varios de los compañeros aludidos. Es el espacio desde donde se dispara el recuerdo pero no con la forma de una elegía insalvable sino con la alegría del reencuentro. A través de empalmes sincronizados entre planos logra establecer un puente entre dos dimensiones temporales, es decir, un mismo movimiento tan simple como abrir una puerta queda inmortalizado en esa continuidad.

Filme donde todo está vinculado con el cine, con cómo la pasión no es un chiste. Sin un centro enunciativo que se imponga, la idea pasa por poner en escena la vitalidad creativa de una generación, de asumir un acto (“Usted es el que queda de eso que se fue”, le dice uno de los entrevistados).  Al mismo tiempo, hacer carne el manifiesto de Jonas Mekas: “La auténtica historia del cine es historia invisible: historia de amigos que se unen y hacen aquello que aman”.

El otro notable y extenso filme visto en Mar del Plata fue Homeland (Iraq Year Zero), de Abbas Fahdel, un documental justo y necesario cuya duración podría espantar a unos cuantos. Sin embargo, gracias a esa especie de sana curiosidad que conlleva a varios espectadores a elegir por azar una película (y que nunca se debería perder como capacidad de asombro,  no contaminado por la crítica), la sala se mantuvo prácticamente llena durante las más de cinco horas de proyección. Se podrían establecer varias hipótesis sobre tal persistencia y sospecho que es el baño de realidad que la cámara destila. Si como decía Bazin, “el cine es un medio donde la realidad imprime su huella”, Fahdel logra que nos reencontremos con personas y situaciones, despojados de las máscaras mediáticas tramposas que han llegado acerca de la invasión norteamericana a su país. Y con ello, hace una asombrosa película/río donde registra el acontecimiento político antes y después, con la firme convicción ética de evitar los modos televisivos de representación.

Siempre la mirada del director, con su cámara/ojo recorriendo cada intersticio familiar como público, acompaña y escucha, sobre todo eso, escucha. La película se hace cargo de una serie de interrogantes que surgen de manera constante: ¿cómo filmar el hecho a medida que transcurre?, ¿de qué forma manejar las expectativas ante la incertidumbre de lo que pueda ocurrir?, ¿cómo construir una mirada ante el orden de los hechos? Toda la primera parte ofrece un trayecto monumental por la cultura iraquí en su diversidad y la sensación es siniestra (en nosotros como espectadores) dado que conocemos el final. En dicho recorrido, se establece una red de versiones encontradas sobre el líder, el país y el futuro, siempre alternadas con la exploración del espacio familiar. Es el momento donde la práctica documental pone en evidencia la avidez por registrar, como si de un aleph cinematográfico se tratara. El mismo dispositivo tecnológico, liviano, que forma parte del mundo digital, parece ofrecer las condiciones para comer con la mirada cada resquicio de la realidad; sin embargo, como sabemos, nunca se puede mostrar la totalidad de un acontecimiento, puro en la desnudez misma del transcurrir temporal, y es ahí donde la habilidad de Fahdel ofrenda un filme político que postula ese punto de encuentro entre el evento y la mirada del cineasta sin necesidad de proclamas ni panfletos. Logro supremo: crearnos la ilusión de que se controla todo cuando en realidad no se controla nada.

Luego de una elipsis, donde inteligentemente no se recurre nunca a la lógica televisiva de mostrar la invasión, el cineasta se internará por barrios, casas, y obtendrá testimonios encontrados sobre lo ocurrido, mostrando el caos de incertidumbre en el que han sumido al país. Hay un elemento en particular que dignifica la luminosidad de la película más allá del horror: la cantidad de primeros planos destinados a los niños. Se sabe: para que el acontecimiento sea visible no puede haber indiferencia y eso implica amor y lealtad por aquello que se representa en su justa dimensión.  El efecto es ambivalente: no se puede dejar de lado la tristeza al ver la inocencia pervertida por las armas y las decisiones políticas en uno y otro bando; sin embargo, hay en esas sonrisas también esperanza y sabiduría, y fundamentalmente el derecho a que nos miren. En este sentido, el director realiza una jugada maestra: por una vez siquiera los otros no son objetos de nuestras manipulaciones y somos nosotros, a través del cine, observados.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

 

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