DocBsAs: Disneylandia, mi viejo país natal (2001)

Disneylandia, mi viejo país natal / Disneyland, mon vieux pays natal (Francia – 2001)

Dirección, guion y montaje: Arnaud des Pallières / Diseño de sonido: Olivier Mauvezin / Música: Martin Wheeler / Intérpretes: Isabelle Poudevigne y Emile Breton / Duración: 47 minutos.

EL LUGAR QUE PROMETE ILUSIONES

¿Qué niño no sueña con viajar a Disney? ¿O con poder conocer a sus personajes favoritos y sacarse una foto para capturar el hecho y volverlo inmortal? El parque que promete cumplir las fantasías tanto de chicos como de grandes y a éstos últimos devolverles por un breve momento la ilusión de la infancia. Porque eso es lo que representa este sitio, el retorno a esa etapa de grandes libertades, de búsqueda de modelos a seguir, de desarrollo de la imaginación. Pero en Disneylandia no todo cuento es de hadas, ni todo protagonista es un héroe, hay sólo un conjunto homogéneo y mecanizado de personas que tienen como marca distintiva un traje que lo hace “especialmente” igual al resto.

Los chicos crecen escuchando fábulas. Una de ellas es El flautista de Hamelín, relato de tradición oral recuperado por los hermanos Grimm. Según la leyenda, como la ciudad de Hamelín está infestada de ratas se ofrece una cierta recompensa a quien pueda librarlos de esos roedores. Un hombre acepta el desafío: al hacer sonar su flauta de forma desagradable, las ratas comienzan a seguirlo hasta el río, donde mueren ahogadas. Enojado porque no quieren pagarle, el flautista toca una melodía dulce que atrae a los niños y los conduce hasta una caverna. La ciudad jamás volverá a saber sobre sus paraderos.

¿No estarán bajo el mismo hechizo aquellas almas que viajan de forma constante hacia este parque de diversiones? Estas personas, ¿serán las ratas o los chicos? ¿Cómo son aquellos que ingresan? ¿Y cómo los que trabajan allí? El director francés Arnaud des Pallières utiliza estas preguntas como guías para construir su documental Dineylandia, mi viejo país natal y busca encontrar las respuestas a partir de un recorrido personal dentro de este lugar temático.

Ya desde la propuesta se evidencia el tratamiento poético de la película: es el mismo director el que efectúa una especie de viaje iniciático. La llegada del tren a la estación, su reflejo en la ventana mientras avanza el ferrocarril, la reflexión sobre la infancia o la realidad. Porque, en definitiva, ¿qué pasa si uno ya no piensa más en determinada cosa? ¿Esa situación, lugar, objeto, deja de existir? Pero también se vale de una máquina (alusión a la modernidad que actúa como narcótico), y del rostro de una mujer, que condensa cuestiones filosóficas a través de preguntas que podrían aparecer en cualquier test pero que, en este caso, adquieren una carácter relevante.

Estos cuestionamientos articulan el relato como disparadores de diversas temáticas que son respondidas a partir de ciertos recursos como alusiones, historias personales, cuentos ya existentes o sueños. Por ejemplo, la comparación del recorrido de la montaña rusa con una travesía por el tiempo, como si partir de ese viaje el adulto pudiera alejarse de su comportamiento como tal y pudiera recuperar su infancia. O también cuando des Pallières sueña que Mickey se convierte en un ratón de verdad, alejado del short rojo, los gigantescos guantes blancos y los zapatos amarillos para convertirse en un animal sucio, que roe, destruye los objetos y que muere en una trampa por un pedazo de panceta mientras otros ratones lo contemplan y se comen su victoria.

También la imagen cobra un papel vital: la grabación de ciertos gestos repetidos en los personajes del parque, en las expresiones de los chicos cuando los descubren, en los mismos juegos y espectáculos, a veces, en el vacío. De hecho, la excelencia del documental radica en la combinación de los recursos, en el poder de las palabras o los silencios y su asociación con las imágenes; en ese halo entre lo sugerido y lo evidente.

Los personajes son comprendidos dentro de una ambigüedad: por un lado, como figuras grotescas y abnegadas y, por otro, como individualidades que conforman un todo. En el primer caso, se trata de seres que están sometidos, que no hablan, no se quejan, no se rebelan sino que se limitan a repetir acciones, por ejemplo, a saludar a los chicos y sacarse fotos pero también a bajar la cabeza en un gesto cansino. Como en uno de los ejemplos del inicio, el empleado que hace de Goofy va en representación de algunos de sus compañeros a quejarse por las condiciones de higiene del traje y por la imposibilidad de visión de la máscara. El reclamo es atendido por las autoridades, sin embargo, se presenta de tal forma que se asemeja con una burla: los superiores dicen que lo más importante es la seguridad y el confort de sus trabajadores.

En el segundo caso, cada una de estas figuras se conforma como una parte ínfima de un todo mayor (el mundo Disney). Cada personaje es una individualidad específica y su traje se entiende como la marca personal, correspondiente a una época, a un lugar determinado; “cada uno guarda el misterio de su identidad como una herida que ocultar”.

La última pregunta debe ser repetida múltiples veces: “Si usted fuera un pájaro, ¿sería un búho o una paloma?”. Jamás se sabe la respuesta. Mientras que la voz reitera la consulta, el plano se hace cada vez más cerrado en la imagen de un pato en el agua. Luego, la computadora revisa los datos obtenidos e indica su predicción.

¿Qué tiene Disney que lo hace tan popular? ¿Qué esconde bajo ese disfraz de ilusiones de eterna infancia? Se percibe un momento donde las calles, antes abarrotadas de gente, lucen desoladas, grises, abatidas. La cámara recorre el espacio, lo vuelve íntimo y luego se aleja. Como sentencia el director: “no coincidimos en los detalles pero sí en ese lugar que nos recuerda a la infancia”. Entonces, Disney ¿existe? ¿Y los niños? Claro que sí, sólo hace falta acercarse a alguna cueva, poner el oído sobre ella y tratar de escuchar los pasos que alguna vez salieron de Hamelín.

Por Brenda Caletti
redaccion@cineramaplus.com.ar

 

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