Critica: S4D3 (2021), de Raúl Perrone

S4D3 (Argentina – 2021)
Presentada en el Festival Ecrã de Río de Janeiro.

Dirección y Guion: Raúl Perrone / Música: Andrés Villaveiran, Matías Parisi, Che Cumbe, DJ Negro Dub / Fotografía: Raúl Perrone, Emma Echevarría, Lara Seijas, Pablo Ucha Olmedo / Intérpretes: Gastón Pauls, Paloma Contreras, Inés Urdinez, Priscila Bevaqcua, Juan Manuel Soria, Antonio Picho, Antonio Cavaso, Deborah Fideleff, Carlos Briolotti, Roxana Latrónico, Maria Laura Barreiro, Juan Litrica / Duración: 49 minutos.

LA IMAGEN INFINITA

Sería ideal escribir un texto en forma de poema para enlazar esta reflexión personal, este breve juego ensayístico, al mágico filme poético de Perrone. Plástica que se hace música, poesía que se hace susurros, teatralidad cinematográfica que nos habla en cada rostro. Volver a la poética de Perrone es no salir nunca del puro lenguaje del cine, de aquel ojo fundante estallando en cada plano.

S4D3 es un estado estético, una serie de planos sensoriales como viñetas, como estrofas. Una superposición secuencial que crece de manera horizontal – vertical en sus versos recorriendo múltiples estadíos del erotismo. El erotismo se impone en cada acto. Apunta a nuestros sentidos exacerbados en todas sus formas voluptuosas, se habita el erotismo de los cuerpos, el eros de los colores, la sensualidad del espacio y hasta el erotismo de lo ausente… aquel deseo escondido en el negro más profundo de un plano.

Cual un viaje de hipnosis sensorial esta obra puja porque broten del espectador formas indescriptibles del inconsciente, palabras indecibles, narraciones inenarrables, que en la pantalla Perroniana abren la puerta hacia lo prohibido para viajar montados en la ruptura de toda censura sensorial. Esta hipnosis estética nos subyuga en la urdimbre de sus imágenes y sonidos.

La presentación parece la obertura de una pieza sinfónica contemporánea ejecutada sobre una pintura en rojo, azul y blanco. El arco del triunfo, una calle plagada de personajes de una Francia del 1700 que nos invade la retina. La recreación de la torre Eiffel sobre un fondo infinito, y allí una imponente mujer de azul parada sobre ella nos mira. Es el mundo de un artificio sin límites, el de una mágica artificialidad que nos murmura palabras al oído.

S4D3 es una película susurrada, envuelta de claroscuros, de un cuerpo visual tan kino-pictórico que su profundidad no tiene fin. Ahora vemos a un hombre en esta gran puesta que pasea con su copa en la mano, deambulan él y su deseo, como un juego danzado de incesantes besos en el cuello. Él, rodeado de bellas doncellas deseadas que se tensan con la irrupción de la joven amante engañada que empuña un cuchillo, envuelta en la ira del deseo enloquecido. Las mareas del triángulo amoroso se juegan en S4D3 como una clave simbólica de casi todos sus filmes. No importa el desencadenante solo importa el fluir del volumen de los estados del deseo en esos seres que buscan en movimiento.

La música incesante que vibra en todo el filme con texturas opuestas y de intensidad creciente se yuxtapone al adorado juego de las voces en off distorsionadas y los poemas mascullados desde lejos sobre los textos de Emily Dikinson.

Cada viñeta se transforma en una nueva estrofa de un gran poema, pasando del color vibrante a la densidad de un áspero blanco y negro. Otra viñeta seguirá como inspirada en aquella paleta apastelada de su maravilloso filme pictórico Hierba (2016), para desembocar en un final donde el negro del abismo domina y atrapa a sus figuras que flotan en el plano sobreimpresas, como fantasmas de las ansias deseantes.

Bocas que fuman. La poesía de los rostros, el poder de las miradas que han hecho de Perrone el retratista del cine, el Caravaggio de la era digital. Es su universo el de un mundo donde se desecha toda obligación a la causalística para darle entidad total a la gestualidad y a todo su poder simbólico abierto al cuerpo del relato poético.

Hay siempre un fluir tenso de respiraciones, donde las vibraciones aceleradas de los pechos son un sello autoral. El temblor interno de cada personaje femenino en el que se agitan minúsculas angustias, nos permite ver lo que sus rostros y sus torsos espejan. Desnaturalizar algo tan simple como la respiración nos sumerge en un estado emocional que se constituye como una clave para fundirnos en nuestra propia respiración expectante.

El vestuario no es un attrezzo, no es un accesorio ilustrativo de época, sino que por contrario son puras pinceladas de color, de luces y sombras que en la pantalla trazan líneas, se despliegan en honor al título del filme, los colores hablan del goce, de lo que habita más allá del placer aparente. Imaginé escondido entre bambalinas a Sacha Vierny, el mítico director de fotografía galo, siguiendo las sugerencias de Perrone en cada trazo de cada silueta que teje el drama visual.

Y sin avisos una banda de rock como un agente disruptivo entra en la escena del 1700, donde aún en el contraste todo pertenece a la misma esencia. La narración colapsa en un boom sonoro donde la imagen tiembla, los personajes vibran, nosotros nos sacudimos y en un instante con un corte limpio y tajante pasamos a la siguiente estrofa.

Besos, manos, besos, lenguas teñidas de negro que se lamen los rostros, las manos. La mancha del deseo o el deseo como una mancha. De un deseo del que parece que es también posible huir, correr, escapar de ese eros desbordado. Está instalado en los ojos, en las manos, en los cuerpos, y entonces, es imposible la huida.

En sus viñetas finales se arma otra puesta imponente, una larga mesa en cuyo centro un noble jerarca se presenta rodeado de su séquito que lo observa comer. La gula y el deseo desatado abren otra nueva mirada. La desmesura del goce, la ilimitada complejidad del goce, el goce absoluto del poder. El deseo nos acecha como una perversión, plagada de hastío, de abulia y la absurdidad de esa eterna insatisfacción que nos domina. Tal es el goce en estado puro que tiñe la potencia vital del deseo, y lo lleva a su estado más putrefacto, al absoluto, donde la voracidad solo destruye y fagocita todo lo que toca.

En otra de las composiciones magistrales, Perrone crea una ventana dentro del cuadro y allí espiamos entre las penumbras como aquel voraz noble vampiriza con sus feroces besos a una bella joven de cabellos rosados. Sus imágenes sobreimpresas crean una capa sobre capa de formas puras, que tejen en tan solo un pequeño fragmento del cuadro un nudo de formas en pura tensión visual. Lo perverso avanza como otra cara del deseo, goce en carne viva. Lo abusivo y lo fagocitante mastican la imagen del otro, el objeto del deseo desaparece y la libido visceral toma acá una potencia bestial. Es como ver en estado germinal de locura la fantasía de la bella y la bestia, pero narradas en un solo plano sobre una voz masculina distorsionada que nos atosiga fuera de toda fábula moralizante.

El Maestro Perrone ha recreado y resignificado un arte para llevarlo a su estado máximo de sentido plástico y narrativo, es el arte de las sobreimpresiones.

Capas de imágenes opacas o cristalinas que se suman unas sobre otras, como intentando llegar hacia el cielo en un imaginario eje vertical. Se abren simultaneas y múltiples creando sentidos en el remolino de un movimiento interno que encadena la narración hacia el infinito. Si la secuencialidad tiene un límite temporal como una oración que comienza y concluye, la simultaneidad en sus sobreimpresiones es un flechazo hacia LA IMAGEN INFINITA.

La mujer es un eje plástico y dramático de la poética Perroniana, y me quedo con la imagen en la retina que atrapan mis pensamientos, al ver flotando sobre la última imagen el cuerpo de una mujer, envuelta en un vestido casi dorado que se recorta sobre un fondo negro, al mismo tiempo que la envuelve en una cenital circular. Para terminar así de hundirnos íntegramente en su vacío flotante.

Es un destello de cine en su más prístino poder, poder poético. Y un hombre enmascarado la acecha. Es la imagen sonora rodeada de negrura que sublima la frase final de este texto de puro arte. El Perroniano poema infinito…

Por Victoria Leven
@LevenVictoria

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