Crítica: Maggie’s Farm (2020), de James Benning – 22 BAFICI

Maggie’s Farm (Estados Unidos – 2020)
22 BAFICI: Trayectorias

Dirección, Guion, Fotografía y Montaje: James Benning / Duración: 84 minutos.

La última película de James Benning, un habitual invitado del festival, consiste en una serie de planos fijos, una secuencia sobre el espacio fragmentado (el Instituto de Artes de California), que comienza por los bordes naturales del lugar y concluye con objetos perdidos en interiores.

Todo lo que se pueda decir ya no pertenece al orden de la propuesta estética, sino a los discursos que se construyan en torno a lo que se observa, una cuestión que es inherente a este tipo de trabajos donde la cámara queda dormida y el registro se consagra al estatismo absoluto, a la aprehensión de lo real tal como se ve y se escucha.

Como suele suceder con el realizador norteamericano, el congelamiento de una imagen permite prácticamente adivinar qué hay más allá, generalmente signos de civilización. Detrás del cuadro forestal, por entre los árboles, se ven casi imperceptiblemente autos que pasan por una carretera o, por momentos, se escuchan canciones. Mientras ese otro orden transcurre, la mirada tiene tiempo para explorar el plano. Y si por un lado surge el interrogante acerca de cuál es el límite del procedimiento, cómo evitar un carácter arbitrario en la duración, también se puede ser generoso y recuperar ese gesto infantil de dibujar sobre lo que Benning ofrece en el cuadro, como cuando éramos chicos o chicas y mirábamos una nube para imaginar figuras. De eso se trata, tal vez, de recuperar esa mirada perdida, de asombro frente a la naturaleza, contaminada por lo mediático, la velocidad y el vértigo. Los árboles de Maggie’s Farm arman sus propias formas: algunos están enojados, otros simulan una sonrisa. Que cada uno acepte o no ser parte del juego, ya es una cosa que dependerá de la ansiedad o de la paciencia.

Apenas algunos leves movimientos de hojas evitan confundir cada plano con una fotografía. La banda sonora es envolvente, una pared compuesta por insectos y otros ruidos o canciones que se escuchan a lo lejos. En ningún momento manipula el director los niveles auditivos, de modo que fluyen tal como se presentan, según la posición de los dispositivos fílmicos. Es otro modo de respetar esa condición baziniana sobre la ambigüedad de lo real, un dilema que repercute todo el tiempo en la película. Como ocurría en L. Cohen (2017), aquí obviamente en un momento sonará Bob Dylan, tal como sugiere el título de la película.

Sin embargo, la ruptura se produce con el contraste del plano que introduce un fragmento de la institución mencionada anteriormente. Es como un descenso del edén a la tierra y la percepción se modifica o desafía nuestros cánones de belleza: lo natural cede paso a otro tipo de espacio donde se huele humanidad, mecanicismo, ruidos metálicos, desechos y objetos abandonados. Apenas un cartel confirma los primeros indicios de civilización. A partir de allí, los planos serán de habitáculos fragmentados y otra clase de bordes donde predominan los restos, lo impuro.

No cabe duda de que el carácter independiente de las películas de Benning genera aguas divididas. Se podría, incluso, hablar de la posibilidad de un cine anacrónico, que necesita indefectiblemente de la sala para valorar la experiencia estética en toda su dimensión, a contrapelo de un presente pandémico, de desaforadas plataformas y streamings. Es resistencia, sí, pero restricción también si pensamos en un público adepto a las historias o a otro tipo de emociones. Son elecciones, nunca deberían ser exclusiones.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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