Crítica: La chica nueva (2021), de Micaela Gonzalo – Festival De Lima

La chica nueva (Argentina – 2021)
Festival de Lima PUCP: Competencia Oficial

Dirección: Micaela Gonzalo / Guion: Micaela Gonzalo, Lucía Tebaldi / Producción: Eva Lauria / Fotografía: Federico Lastra / Montaje: Valeria Racioppi / Dirección de arte: Mirella Hoijman / Intérpretes: Mora Arenillas, Rafael Federman, Jimena Anganuzzi, Luciano Cazaux, Laila Maltz, Marta Salinas, Juliana Simoes, Stella Maris Maidana, Mariela Gutiérrez / Duración: 80 minutos.

La ópera prima de Micaela Gonzalo surge como la posibilidad de conciliar dos mundos en crisis dentro de la Argentina, el individual y el laboral. Jimena, la joven protagonista, se traslada de Bs. As. a Río Grande, Tierra del Fuego, en busca de un horizonte que, aunque incierto, le permita al menos alguna esperanza antes que seguir durmiendo clandestinamente en algún negocio o rescatando algo para comer. En el Sur vive su medio hermano Mariano y allí llegará luego de juntar hasta el último peso para el viaje. Lejos de caer en el camino empalagoso de una road movie con fondo musical, la realizadora arma una fugaz secuencia inicial con dos o tres pinceladas continuas que dan cuenta del presente de Jimena. Las elipsis parecen correr paralelamente a la ansiedad por cambiar de rumbo. El tiempo se comprime y a los diez minutos ya la vemos en el frío y ventoso paisaje.

Aquí no hay tarjeta postal, ese universo es una extensión de la crisis económica (y moral) que atraviesa a todo el territorio. La parquedad verbal de la chica y su mirada a la defensiva hablan de este contexto. Por otra parte, la película asume un tono gris y se hace cargo del laconismo expresivo dominante. Colores fríos para situaciones frías. El afecto entre hermanos está congelado, como enterrado parece el motivo por el que se han separado y que irá develándose de modo progresivo. Y Jimena, mientras tanto, mira como un animalito que se resguarda, explorando un nuevo espacio que le es ajeno. Como suele ocurrir con gran parte del cine nacional, cuesta tener empatía con cierto automatismo verbal o poses hieráticas, en esa idea siempre exacerbada de que la procesión va por dentro. Apenas algunos rituales festivos o juegos al borde de un lago encienden un poco la vía afectiva, pero hasta ahí.

No obstante, la película se enriquece cuando a la crisis existencial le añade las tensiones laborales. En un momento, Jimena entra a trabajar en la fábrica de celulares. Comienza entonces a transitar una zona fronteriza entre una ética fundada en la solidaridad ante los aprietes de la empresa y la ayuda a su hermano, también empleado en el lugar, que aprovecha a hacer negocios por izquierda con la mercadería que roba. Más allá de las vicisitudes, son seres que están solos, que hacen lo que pueden y que paulatinamente encontrarán su razón de ser y estar a partir de quienes luchan por una idea. De modo tal que son las tensiones laborales las que despiertan un sentido de pertenencia grupal, por eso la fuerza de la última imagen, que confirma el desplazamiento de lo individual a lo colectivo y un canto que devuelve a la vida a Jimena.

Más allá de algunos reparos que se puedan hacer en cuanto a la labor interpretativa de algunos actores y algunas actrices, el horizonte de llegada (la intensa secuencia final) salva a la película de encapsularse en la pereza existencialista urbana y logra un pico dramático que conecta con esa línea universal que hemos leído de “Los miserables” de Victor Hugo en adelante (Jimena cargando a su hermano por los oscuros pasillos de la fábrica en medio de la represión de los gendarmes, parece evocar el vía crucis de Jean Valjean con Marius por las alcantarillas de París), la rebelión de los desposeídos. La única forma de combatir la corrupción y la desigualdad vendrá de la indignación. En la canción final, el drama se hace colectivo: “Justicia, la de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode”.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

 

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