Crítica: Infierno grande (2018), de Alberto Romero

Infierno grande (Argentina – 2018)

Guion y Dirección: Alberto Romero / Fotografía: Tebbe Schonning / Música: Gustavo Pomeranec / Montaje: Anita Remón / Dirección de Arte: Maru Tomé, Renata Gelosi / Producción Ejecutiva: Rocío Gort, Ignacio Rey, Fernando Sirianni / Intérpretes: Guadalupe Docampo, Alberto Ajaka, Mario Alarcón, Héctor Bordoni / Duración: 74 minutos.

Infierno grande no esconde la inferencia a la frase popular: “pueblo chico infierno grande” sino por contrario la usa explícitamente a su favor. Como todo decir popular subyace en su simpleza una reflexión moral, tal como este filme de Alberto Romero en el que articula una fábula-western para poner el acento moral en una realidad que hoy empuja al cine a poner en escena en forma de narrativa audiovisual esta coyuntura hoy visibilizada: la violencia de género.

Maria es una mujer a punto de dar a luz, esposa de un mandamás político del pueblo chico al que pertenece. La trama en términos centrales se reduce a dos cuestiones: huir del vínculo de opresión y maltrato conyugal y regresar a su pueblo de origen, que hoy es más un lugar fantasmal, un refugio posible. En el camino rutero y desértico diversos personajes de la iconografía del western clásico se le presentan: el viejo borracho ayudante, la mujer armada que le da alimento, el predicador delirante, el niño sin hogar, y hasta el hombre oráculo que le vaticina su futuro.

Toda esa road movie westerniana no es a caballo pero podría serlo sin duda ya que transitan el territorio sin fronteras a puro deseo y sin marcaciones claras, en estas imaginarias tierras de nadie. La narración está incrustada en el marco pampeano de una geografía llana, semi desértica, como un infinito que podría María recorrer sin llegar a ningún lugar. Solo la necesidad de huir del infierno de su hogar y la búsqueda de su pueblo natal la mueven hacia adelante en camioneta o a pie, de día y de noche, cargando un niño en su vientre y un fusil en su hombro.

El formato que le imprime este género tan noble y tan moralista como el western va como anillo al dedo con las intenciones de poner en escena un mundo sin reglas y en decadencia que se amalgama con la idea de crear un viaje transformador para su heroína. Los estereotipos elegidos están bien elaborados para cumplir su función como personajes secundarios que circundan la ruta y el desierto demarcando el derrotero de María y dándole distintos significados al viaje.

Lo más destacable es aquello que va un paso más allá del posible realismo del género, ya que desde el inicio de manera progresiva se incrustan situaciones y apariciones que contaminan el realismo posible del relato. Lo llevan al terreno de una fábula si quisiéramos pensar en una forma ya conocida de narrar la irrupción de lo fantástico en lo real con moraleja incluida, pero aquí más que certificarnos que es solo una fábula y que estos sucesos no realistas se atienen a eso, el guion logra desarmar la certeza de lo reconocible y proponer así algo más irregular, sinuoso y simbólico.

Son acertadas las caracterizaciones de los personajes que rodean el viaje, nada realistas en sus formas evidencian a que clave de relato pertenecen. No sucede lo mismo con el “antagonista” del filme Alberto Ajaka que propone una caracterización costumbrista, su forma de hablar con acento de “campo”, su remarcada maldad en gestualidad y textos que sobre acentúan lo perverso del personaje, cuando más que su dimensión realista como sujeto es menos interesante que el concepto de lo que representa “la opresión, el abuso” y eso no necesita de costumbrismos maniqueos. El desempeño de Guadalupe Docampo, no es de esas puestas en acción que nos encandilan pero lleva con una buena sinergia la dinámica con el resto de sus personajes del filme.

La fotografía luce su elección de género, tanto en los exteriores día, los atardeceres y las noches profundas alrededor del fuego ardiente. No es un detalle menor porque la luz hace a este filme, lo que hace al cine. Le da sentido.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria

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