Crítica de TV: Wild Wild Country

Wild Wild Country (Estados Unidos – 2018)

Dirección: Maclain Way, Chapman Way / Producción: Juliana Lembi / Intervienen (en archivos): Ma Anand Sheela, Osho, Philip Toelkes / Compañía productora: Duplass Brothers Productions / Episodios: 6 (Mini serie) / Cadena original: Netflix / Distribución en Latinoamérica: Netflix.

SEGUROLA Y LA HABANA

El oeste americano ha sido el escenario no sólo de grandes películas sino de un género cinematográfico en sí mismo. Su atractivo se basa no sólo en la violencia de la lucha de pistoleros e indios sino, principalmente, como metonimia de la historia estadounidense. No por nada es el único género histórico: para ser tal debe ocurrir en los años posteriores a la guerra civil en el oeste norteamericano. Entonces, el trasfondo argumental de los tiros y persecuciones hípicas es, entre otras cuestiones, la llegada del tren como motor de la civilización, los conflictos con los pueblos originarios, la instauración de la ley; en fin, lo que la sociedad decimonónica denominó (y no sólo Sarmiento) “Civilización y barbarie”.

Más de cien años después se repite la historia: un extranjero llega al oeste estadounidense, porta la promesa una nueva forma de vida,  construye viviendas, caminos, trae la civilización a una zona yerma y, por supuesto, tiene conflictos con los que habitaron originalmente ese lugar (en este caso, rednecks). Tampoco faltarán los tiros y los conflictos con la ley. Y como en el western, esta historia hablará no sólo del conflicto particular sino de lo que son los Estados Unidos como país. El sueño americano mostrará todas sus grietas quizás ya presentes allá a mediados siglo XIX; en ese sentido, Wild Wild Country podría haber sido una distopía escrita una vez finalizada la Guerra de Secesión.

La serie documental narra la historia de Bhagwan Shri Rashnish, más conocido por su nombre crepuscular: Osho. El primer capítulo nos muestra su periplo en la India hasta convertirse en un reputado maestro espiritual con miles de discípulos burgueses de buena vida de las potencias centrales que hicieron su viaje a la India buscando una guía espiritual para poder llevar con tranquilidad la carga moral de ser una clase privilegiada. Pero su historia en el país asiático es apenas la background story de lo que realmente le interesa a los directores: la ciudad erigida en el desierto oregoniano.

Esa es la Historia, con mayúscula; sin embargo, la historia (en minúscula) que se cuenta es principalmente la de la gran mujer detrás del hombre: Ma Anand Sheela, que pasará de ser una joven admiradora de Bhagwan a convertirse en la persona más importante de esa estructura empresarial que es una secta espiritual. Ese poder lo detentará sin ningún prurito, confrontando, polemizando y citando a todos sus adversarios a una pelea frente a frente con el culto. Las peripecias de esas luchas que sostendrá contra los habitantes de Antelope, las autoridades de Wasco, el fiscal de Portland y cuanta persona se ponga en su camino harán avanzar la trama de los capítulos centrales.

La serie está realizada en base a entrevistas y un enorme archivo que podemos dividir en dos tipos: televisión y las filmaciones caseras de los miembros de la secta. Estas últimas son claramente las más interesantes pues no es muy común que un grupo tenga documentadas todas sus actividades tan profusamente. El relato se apoya en ellas tanto para ilustrar la palabra de los entrevistados de manera literal como para ponerle imagen (falseando las situaciones) a los conceptos vertidos.

Durante el conflicto planteado en donde de un lado están los sanniasins (seguidores del culto) y del otro el pueblo estadounidense y sus autoridades. En esa confrontación será muy difícil tomar partido pues ambos muestran todas sus miserias y la potencia mundial termina mostrándose como otra secta pero más populosa, con mayor estructura y mayor consenso. Mientras asistimos a esas disputas no podemos dejar de asombrarnos con la facilidad con la que estos nuevos inmigrantes logran sortear las leyes incluso durante un gobierno republicano (Reagan). ¿Podrían hacer todo eso hoy? Es difícil de responder pues si bien la política norteamericana se ha ido endureciendo en ese aspecto, no son lo mismo latinos pobres en busca de trabajo que burgueses caucásicos de las potencias mundiales. La fobia estadounidense (y la de todos los países) no es al xeno (extranjero) sino al pobre. Si para muestra sólo hace falta un botón podemos constatar que el momento más álgido de la disputa Oregon/Sanniasins es cuando estos últimos buscan utilizar a los pobres para que voten a su favor en unas elecciones en Wasco. Allí la justicia se mueve más rápido que cuando el mismo estado es víctima del ataque terrorista más grande en suelo norteamericano hasta ese momento.

Wild Wild Country atrapa como la mejor ficción gracias a un inteligente uso del archivo, matizando la información, anticipándonos apenas los momentos de clímax y creando personajes densos, ricos y contradictorios. Pero hacia el final hay varias cuestiones que nos dejan un sabor agridulce: ninguna parte del conflicto queda flagrantemente dañada; el gurú de las decenas de Roll Royces parece quedar impoluto frente a acusaciones tan graves como conspiración, abusos, defraudación fiscal, estafa, intento de homicidio. Incluso cuando se narra qué fue del culto tras la muerte de Osho se nos muestran unas imágenes que bien podrían servir de video institucional de la organización. Tampoco se muestran las grietas internas (que hubo, y muchas) en torno a la convivencia y esas denuncias de abusos. De alguna manera esta parte del relato, bastante tibia, queda en consonancia con las propias decisiones judiciales sobre el caso. Bhagwan apenas es deportado y Sheela cumple unos pocos años en prisión. Queda fuera de campo las presiones que deben haber recibido los jueces pues es vox populi que estos cultos siempre tienen fuertes conexiones gubernamentales sin las cuales no podrían funcionar. También, en cuanto a lo cotidiano dentro del culto, las imágenes de archivo fueron proporcionadas por los mismos sanniasins, por lo cual no sería raro que existieran acuerdos (firmados o no) sobre qué mostrar y cómo.

Si algo demuestra Wild Wild Country es que en la meca del capitalismo, cualquiera con suficiente dinero puede crear su propia ley, sus propias creencias y su propia forma de vida. Y no hace falta que exista un desierto, pues el dinero crea los propios en cualquier lugar que no sea del interés del poder de turno. El lejano oeste nunca estuvo tan cerca.

Por Martín Miguel Pereira

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