Crítica: Casa de antigüedades (2020), de João Paulo Miranda Maria – Festival De Lima

Casa de antigüedades / Casa de antiguidades (Brasil / Países Bajos / Francia – 2020)
25 Festival de Lima PUCP: Competencia Oficial
Cannes Label 2020

Dirección: João Paulo Miranda Maria / Guion: João Paulo Miranda Maria, Felipe Sholl / Producción: Paula Cosenza, Didar Domehri, Denise Gomes / Fotografía: Benjamín Echazarreta / Música Original: Nicolas Becker / Montaje: Benjamin Mirguet / Dirección de arte: Isabelle Bittencourt / Intérpretes: Antonio Pitanga, Ana Flavia Cavalcanti, Sam Louwyck, Soren Hellerup, Aline Marta Maia / Duración: 87 minutos.

Brasil se encuentra en numerosas producciones cinematográficas actuales más crónicamente inviable que nunca. Una fuerte sacudida expresiva parece gobernar una estética desquiciada y productiva como respuesta a la complejidad de su presente político. Ficciones y documentales abren aristas cuyo motor es un alegre desconcierto como una posible respuesta (in)consciente a la locura de rebrote fascista.

Acaso mucho de ello haya en Casa de antigüedades, la ópera prima de João Paulo Miranda Maria, donde cualquier convención narrativa es desechada de antemano a favor de privilegiar un espacio que parece detenido en el tiempo, pero que se ofrece como mapa de tensiones entre pasado y presente, cultura dominante y culturas autóctonas, entre otras formas de vínculos irreconciliables. Cristovam es un trabajador nativo del norte rural y consigue trabajo en una fábrica de leche que pertenece a una curiosa colonia austriaca. Este primer espacio bañado de un color blanco que satura la pantalla, es la señal de la despersonalización mecánica, de la rutina automática. Apenas unos delicados movimientos de cámara intentan impregnarle un poco de vida a un lugar semejante a una nave espacial que alberga a sus astronautas/trabajadores con escafandras. La precarización laboral ya no será manifestada solo visualmente y lo discursivo se suma, cuando le comunican al hombre de piel curtida que le reducirán el sueldo. Una vida lacerante, de abusos y despojos, genera personajes que son diques de contención afectiva. Cristovam anda por la vida como un zombi, resiste. A veces este mecanismo se muerde la cola y no evita que se desemboque en un perfil acartonado, propio de un sujeto sin deseo. Cuando las ideas prevalecen por sobre el pulso vital, la película se resiente.

Afortunadamente, este cuadro es superado cuando una serie de líneas expresivas, que van desde la parodia hasta la belleza lírica en el registro de ciertos ámbitos, propone un camino donde nada es certero, donde nos preguntamos qué estamos viendo, o cuando las formas de colonización encubierta son resistidas y mostradas con toques de humor (nótese la escena en la que Cristovam combate las tradiciones alemanas con instrumentos autóctonos ante la mirada perpleja de los teutones, eternos tomadores de cerveza). Hasta que aparece el otro espacio en cuestión, una casa abandonada, lugar donde confluyen los ritos paganos con la violencia del presente, una invitación a la potencia simbólica de un refugio que encontrará el personaje para dar rienda suelta a todo aquello que le han querido callar durante siglos. Lo interesante es que el director no buscará un lugar cómodo para referir la experiencia, por el contrario, la película se abre paulatinamente a un cúmulo de imágenes más cerca de los efectos de una droga alucinógena que a una narración lineal. Si el monstruo permanece fuera de campo (los azotes del neoliberalismo), es para que la irracionalidad ocupe un primer plano y los problemas sociales y raciales puedan interpretarse a partir de la confusión reinante.

Por momentos, la parsimonia, la lentitud y el personaje recortado, apenas perceptible, en el interior de pocas luces, evoca a Pedro Costa. Lo ancestral avanza y se instala cotidianamente para invadir el mundo tal como lo conocemos. Es la vía de escape de este Quijote indígena que tiene la esperanza de enfrentar la violencia y el desamor de chicos que atacan animales o violan la tierra. Y si bien hay algo de esa sordidez que tanto gusta a los festivales, no es impedimento para rescatar una mirada lúcidamente inquieta y vibrante.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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