Crítica: Blanco de verano (2020), de Rodrigo Ruiz Patterson – Festival De Lima

Blanco de verano (México – 2020)
Festival de Cine de Lima: Competencia Ficción

Dirección: Rodrigo Ruiz Patterson / Guion: Rodrigo Ruiz Patterson, Raúl Sebastián Quintanilla / Dirección de Fotografía: María Sarasvati Herrera / Montaje: Ernesto Martínez Bucio / Intérpretes: Adrián Rossi, Sophie Alexander – Katz, Fabián Corres / Duración: 85 minutos.

La exploración sobre los vínculos madre/hijo es una constante en el cine actual. Esta recurrencia, como todo, presenta diversas aristas más o menos interesantes en cada planteo. Si hay algo que mantiene la película Blanco de verano de Rodrigo Ruiz Patterson es concentración, tensión y una elegante incomodidad. Rodrigo es un adolescente solitario y monarca en el pequeño mundo casero en el que habita con Valeria, su madre, en una modesta vivienda de Nextlapan, ubicada en un complejo de viviendas en las afuera del Estado de México. El lazo que los une es muy fuerte en términos afectivos. Cuando se produce alguna diferencia aparece la posibilidad de que el joven se vaya con su padre, pero la verdad es que éste siempre es mencionado y nunca lo veremos. Hasta aquí, los términos convencionales de una relación. Sin embargo, hay algo más en esa unión, un cierto carácter patológico que roza el incesto. Su madre es también mujer y comparte con el hijo todos los signos del despertar (sexo, cigarrillos, alcohol, baile). Estos rituales se verán alterados cuando de improvisto aparezca en la casa un novio. Los colores rojos le imprimirán el marco tonal al infierno interior de Rodrigo, porque el problema lo tiene él. Un acierto del director radica en no conferirle al nuevo participante una personalidad negativa, al contrario, intentará ganarse el afecto del chico, lograr una convivencia armoniosa e interceder para neutralizar los aspectos patológicos y de férrea protección entre Ana y Rodrigo. Pero se sabe que lo propio del plan es que falle. Y no se trata solo de un capricho adolescente, sino de una actitud que pondrá en peligro, incluso, la vida de quienes lo rodean.

En ese juego de ambigüedades, la pregunta asoma, ¿qué es lo que ve como amenaza Rodrigo, su mundo íntimo o su deseo? Mientras tanto, su madre le seguirá diciendo “cachorro”, con todas las implicancias del caso, justificando sus acciones frente al verdadero damnificado, Fernando, cuyo sentido de familia y de civilidad no cuadra con los desbordes emocionales de los otros dos vértices del triángulo. No obstante, la cámara sigue con el adolescente y acompaña los modos en que construye una realidad paralela cuando se siente invadido. Otro espacio cobra relevancia en este sentido, una casa que el chico arma en un cementerio de autos, un escape donde los colores saturados de la otra vivienda ceden ante la claridad del aire libre y ese sol tan mexicano. Es el ámbito de la fantasía, la consolidación de un estado de soledad que la cámara muestra y no necesita enfatizar más que como un sustituto de la realidad negada.

Sin embargo, la película contiene ciertas zonas que repiten un recurso bastante visible en muchos casos donde se abordan problemáticas similares en el cine contemporáneo latinoamericano, a saber, la puesta en escena de una especie de silogismo ilustrado: dos planos continuos se dirigen como premisas a una evidencia, a una conclusión forzada o subrayada. Por ejemplo, Rodrigo espía a su madre con Fernando, en la siguiente escena juega con fuego y cierra el movimiento rompiendo bruscamente los vidrios de los autos en el chatarrerío. No será el único momento donde quede en evidencia este procedimiento que, más que sugerir, empuja.

La existencia del trío, más allá de que la cámara nunca suelta el punto de vista de Rodrigo, hace posible que Fernando oficie como intérprete de la situación. Su paciencia es otro eslabón de tensión, pero es quien mejor entiende el juego. Se trata de un triángulo que, cuando parece funcionar gracias a las buenas intenciones del novio, se rompe precipitadamente por una nueva incursión destructiva del joven. Es interesante el planteo porque se opone a una larga tradición de películas que construyen un aura romántica en torno a la idea de “niños solos” e interpela al espectador acerca de si es posible que mantenga la empatía o la identificación con Rodrigo. En ese ida y vuelta por armonías y caídas se juega una buena carta la película cuyo título remite al color de una pintura que pretende cubrir los anteriores rojos intensos de la casa (la pasión, el pecado, el infierno). Pero el blanco neutraliza, iguala y será una amenaza más para el chico, una tentación para consumar su obra. Entonces, como en el cuento La intrusa de Jorge Luis Borges, se preserva el vínculo y se sabe quién sobra. La intimidad no se negocia.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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