Crítica: Apolo 10 ½: Una infancia espacial (2022), de Richard Linklater

Apolo 10 1/2: Una infancia espacial / Apollo 10 1/2: A Space Age Adventure (Estados Unidos – 2022)
Disponible en Netflix

Dirección y Guion: Richard Linklater / Producción: Mike Blizzard, Bruno Felix, Richard Linklater, Tommy Pallotta, Femke Wolting / Fotografía: Shane F. Kelly / Montaje: Sandra Adair / Diseño de Producción: Bruce Curtis / Intérpretes: Milo Coy, Jack Black, Lee Eddy, Bill Wise, Natalie L’Amoreaux, Josh Wiggins, Jessica Brynn Cohen, Zachary Levi, Danielle Guilbot / Duración: 97 minutos.

RUMBOS ANIDADOS

En el capítulo The Wheel de la serie Mad Men, Don Draper define al nuevo producto de Kodak como una máquina del tiempo que no sólo permite ir hacia atrás o hacia adelante, sino también viajar como lo hacen los niños; es decir, en círculos, dando vueltas hasta que nuevamente llegan al lugar donde se saben amados. Una de las múltiples connotaciones de la nostalgia, anteponer los sentimientos a los recuerdos o, incluso, volverlos maleables de acuerdo con las sensaciones del cuerpo. Richard Linklater parece tomar esta idea para construir la narrativa de su última película: la simbiosis entre la infancia estadounidense en un pueblo cercado a Houston a fines de los años 60 y la llegada del hombre a la Luna. Un recorrido que deambula por los castigos escolares, la vida hogareña, la tecnología, los ídolos, la situación político-social, los juegos en el vecindario y la música, entre otras cuestiones.

La mirada de Stan, el alter ego del director, es detallista. Y, si bien se posiciona desde su versión adulta, deja entrever rasgos de inocencia del niño que fue. Puede describir un día en el parque de diversiones AstroWorld –cuya principal atracción es una montaña rusa con un hombre de las nieves que fuma durante los descansos– con la misma pasión que las escenas de 2001: Odisea del espacio. También retratar la vida familiar –como las actividades domésticas correspondientes a cada uno de los seis hermanos o las peleas frente al televisor para decidir qué programa ver– o identificar a un hippie en la calle. Mientras que el alunizaje y los entrenamientos súper secretos del chico astronauta parecen convertirse en la excusa para explorar otro espacio –no tanto exterior sino más personal e íntimo– y tiempo adonde los lazos son indestructibles y reconfortantes, una suerte de nido entretejido gracias a aquellas vivencias, gustos y personas que determinan la esencia.

Los otros dos componentes que refuerzan la nostalgia en Apolo 10 ½: Una infancia espacial, son la imagen y el sonido. El uso de la rotoscopía interpolada, es decir, escenas filmadas con actores y luego animadas, le aportan calidez y un juego de texturas tanto a los personajes como al relato. Sobrevuela la sensación de sueño y, con ello, la posibilidad de espiar o formar parte de la trama. El espectador no sólo ve a un chico que inventa juegos con uno de los hermanos en el garaje de la casa los días de lluvia o que está en puntas de pies con la nariz pegada a la pared dentro del círculo dibujado en la pared del patio del colegio, sino que termina por pertenecer a ese mundo. Se visualiza a sí mismo en esa época compartiendo un helado con Stan o escuchando las teorías conspirativas de su abuela. Y, la implementación de esa técnica en los objetos como la revista Mad, el poster de Raquel Welch, los videojuegos o los sándwiches armados los domingos crea cercanía y familiaridad, a pesar de resultar ajenos al público. Mientras que la música es el hilo conductor per se. El desfile de canciones construye los climas, delinea los vínculos entre personajes-objetos-lugares que habitan y cierra el círculo entre experiencia y añoranza.

La máquina del tiempo no tiene un rumbo fijo, sino que va y vuelve indefinidas veces para recuperar los momentos donde los niños se sintieron protegidos y felices. Algunas veces, no es más que quedarse dormido en el auto o en el sillón y saber que, al día siguiente, uno se despertará en la cama sin entender cómo.

Por Brenda Caletti
@117Brenn

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