Crítica: Amores Frágiles (2017), de Francesca Comencini

Amores Frágiles / Amori che non sanno stare al mondo (Italia – 2017)

Dirección: Francesca Comencini / Guion: Francesca Comencini, Francesca Manieri, Laura Paolucci / Producción: Elia Mazzoni / Fotografía: Valerio Azzali / Intérpretes: Lucia Mascino, Thomas Trabacchi, Carlotta Natoli, Iaia Forte, Valentina Bellè, Camilla Semino / Duración: 92 minutos.

INSINUACIONES NO CONQUISTADAS

Según el dicho popular del amor al odio hay un sólo paso, un límite delgado que suele traspasarse en el fervor de una pelea, en la exhibición de los rasgos que disgustan al otro o en la conquista, donde el arte de la retórica prevalece por sobre cualquier acto o gesto. Como se trata de una frontera tan sutil, resulta complejo encontrar el momento exacto en que se produce el pasaje. ¿Cómo delimitarlo? ¿De qué forma reconstruir el instante previo a dicho cruce?

Amores frágiles intenta desnudar la crudeza de esos vaivenes a lo largo de los siete años de relación de Claudia y Flavio, dos profesores de literatura que se descubren en una ponencia institucional. Él se explaya sobre la masculinidad de la épica y encasilla a las mujeres en el género romántico; mientras que ella cuestiona la exclusión de los personajes femeninos en las hazañas heroicas y su lugar relegado hacia las novelas rosas. El acalorado intercambio de puntos de vista tan disímiles frente a las autoridades y al alumnado deriva en el primer almuerzo juntos que ya evidencia el futuro de la pareja: una constante fluctuación entre deseo e ira.

De hecho, Francesa Comencini se apoya en dos aspectos para reforzar dicho movimiento: el primero tiene que ver con el juego temporal entre un presente donde ambos continúan (o no) con sus vidas después del rompimiento y los flashbacks desordenados que reconstruyen las instancias de plenitud o desborde total. El otro es la reconfiguración de los objetos durante todo el proceso. El ejemplo por excelencia es la manta de Claudia que inicia como elemento de confort y refugio dentro de la casa de Flavio, con el tiempo se convierte en un recordatorio más de su tránsito por dicho espacio, más tarde se traduce como rasgo de soledad, luego como una nueva oportunidad y, por último, como parte del pasado.

Simultáneamente se trabajan dos temáticas que acompañan al desarrollo del relato y de los mismos protagonistas: por un lado, la idea de género que busca romper con los arquetipos de lo femenino y lo masculino desde los diálogos entre los personajes, la inclusión de escenas en blanco y negro con encuentros que abordan cuestiones identitarias o la atracción de una chica hacia Claudia; por el otro, la actualización del concepto de cortejo basado en la danza a través del contraste de fílmicos de fiestas o ferias pueblerinas entre hombres y mujeres y el baile final entre las mujeres de las reuniones antes mencionadas.

Más allá de las intenciones de la directora, la puesta en escena de estos temas fracasa. En principio porque no hace más que reforzar los estereotipos que tanto intenta revertir: Claudia está construida como una obsesiva estancada luego de la ruptura y que vive para recuperar al hombre del que sigue enamorada sin entender qué él ya avanzó; Flavio por su parte, supera la crisis e inicia un nuevo lazo con alguien más joven. Además, el tratamiento de un encuentro lésbico parece forzado y sin propósito, mientras que la encargada de las charlas queda fuera de contexto en un auditorio plagado de mujeres que se dicen independientes pero dependen de los hombres de alguna forma y hasta aparecen como víctimas angustiadas por sus infortunios.

“Te estás dejando llevar por los carbohidratos, el vino, el lugar”, bromea Flavio en el  primer almuerzo y, al final de cuentas, el relato peca de superficialidad. Lo que pretendía ser un arte de conquista se confunde con un trabalenguas impronunciable y una sumatoria de cánones poco flexibles. La transición se visibiliza a tal punto que se torna grotesca sin épica ni romanticismo, tan sólo un cuento repetido.

Por Brenda Caletti
@117Brenn

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