Una voz en primera persona informa que el viaje al pasado está por comenzar. Un viaje que no es de negocios ni de placer, sino más bien un viaje de despedida; un último viaje a la casa familiar que hace doce años no se visita con el único objetivo de comunicar la inminente muerte de quien habla. Con esta premisa Juste la fin du monde propone una historia narrada desde la pura subjetividad de Louis (Gaspard Ulliel), un dramaturgo afectado por la fragilidad del mundo y la ansiedad de regresar al lugar de donde alguna vez partió expulsado por la superficialidad de su familia.
Dolan toma de la obra homónima de Lagarce el texto teatral, y si bien es evidente cómo le cuesta desprenderse del mismo, logra impregnar la película con su estilo cuando por ejemplo decide filmar casi el noventa por ciento del film en primerísimos primeros planos. Esta es, definitivamente, una decisión arriesgada, pero es la forma cinematográfica que el cineasta escoge para recortar de forma brutal la mirada del espectador.
No es novedad que el realizador busca crear este efecto visual utilizando diferentes recursos formales. En Mommy sorprendió con una pantalla cuadrada y previamente (sobre todo en Laurence Anyways) es frecuente la preocupación por acotar el campo visual del encuadre a través de la composición del cuadro mediante las luces y sombras.
Puede resultar por momentos tedioso, pero no hay dudas que la obra teatral fue completamente transpuesta al lenguaje del cine. Es necesaria la preponderancia de las formas sobre todo en este director que viene trabajando ese aspecto de la imagen desde sus inicios. Si bien, se podría pensar que en Mommy habría alcanzado el grado máximo de la experimentación con respecto al formato de proyección, llega Juste la fin du monde para confirmar que aún sigue siendo su preocupación y se está ocupando de resolverla.
La solución para transformar el teatro en cine es precisamente el recorte y el punto de vista. Así como el gran salto de la cinematografía fue acercarse a la acción dramática y fragmentarla, Dolan hace justamente eso: inmiscuirse en el drama de manera penetrante. Y así resulta este film que cuenta una historia sencilla en la que el protagonista es un mensajero que termina transformándose en el vehículo de escape de la tragedia de los otros. Louis vuelve a su casa de la adolescencia para informar que pronto va a morir, pero bajo cualquier pronóstico la misión se da vuelta en sentido opuesto cuando cada uno de los integrantes de su familia decide, como siempre, no dejarlo hablar.
Louis sólo tenía que decir que iba a morir y tras el transcurso del almuerzo no pudo hacerlo. No por falta de coraje, sino más bien por la hostilidad del ambiente en el que fue recibido. Él no esperaba otra cosa, pero sólo necesitaba volver al seno de esa familia que quisiera o no, en el fondo estimaba.
Por Paula Caffaro
@paula_caffaro