Crítica: Las Corrientes (2025), de Milagros Mumenthaler

Las corrientes (Argentina / Suiza – 2025)
TIFF Toronto: Competencia Plattfom
San Sebastián: Competencia oficial
Busan International
Chicago International
Viennale Film Festival

Dirección y Guion: Milagros Mumenthaler / Producción: Violeta Bava, David Epiney, Rosa Martínez Rivero, Eugenia Mumenthaler / Dirección de fotografía: Gabriel Sandru / Montaje: Gion-Reto Killias / Intérpretes: Mauricio Bertorello, Sara Bessio, Esteban Bigliardi, Jazmín Carballo, Emma Fayo Duarte, Ernestina Gatti, Claudia Sánchez / Duración: 104 minutos.

En Tesis para un cuento Ricardo Piglia refiere lo siguiente:

“En uno de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida.» La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse) la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: Un cuento siempre cuenta dos historias.”

Los primeros minutos de Las corrientes, de Milagros Mumenthaler, podrían funcionar como una paráfrasis visual de lo anterior. Una mujer recibe un premio en Ginebra, Suiza. Parece la consagración para su trabajo como diseñadora. Se dirige al baño, arroja el galardón a la basura y se va del lugar. La cámara sigue su trayecto bajo un cielo gris a una distancia prudente. De pronto, se detiene en un puente y se arroja al río. La secuencia es notable en términos cinematográficos. Al igual que la anécdota de Chéjov, la historia del éxito aparece, a primera vista, desvinculada, de la historia del suicidio, con lo cual es posible reescribir y extrapolar la tesis de Piglia: Las corrientes es una película que narra dos historias. Y para tal propósito consagra una forma estética que acompaña-incluso desde el mismo título-esa dualidad.

Al principio, una imagen: el reflejo del rostro de Lina (Isabel Aimé González Solá) en el vidrio de una ventana. La mirada extraviada y apenas unas siluetas que se proyectan sobre la pantalla transparente. Leves movimientos despabilan el ensimismamiento de la joven diseñadora. Es lo que precede al impulso, a ese pasaje al acto, la respuesta a un malestar que el resto de la trama apenas permite develar. Ante la inexistencia de un conflicto, por lo menos en un sentido convencional, Mumenthaler abre un intersticio y habilita un enigma que no necesariamente tiene respuesta. La segunda historia asomará progresivamente como un fantasma que trae algún recado ocasionalmente. Mientras tanto, la superficie se devela como una estructura narrativa reconocible en infinidad de relatos: una mujer casada, una profesión, un marido y una pequeña hija. No obstante, siempre en esta lógica de desarticular lo esperable y lo que sucede, Lina es un ser ausente, ajena al devenir de lo cotidiano, al borde. Lo sabemos después de que la rescatan y vuelve a Buenos Aires sin contar lo ocurrido en Suiza. Hay una mirada renovada, un malestar que atraviesa cuerpo y mente. Por ende, un registro cinematográfico que privilegia un enfoque perceptivo, que acomoda eficaz y sensiblemente un dispositivo de colores y sonidos como si fueran el colchón donde se recuesta el personaje y descansamos nosotros. El tiempo de Lina se torna improductivo y choca con el de los otros. Las obligaciones pasan a un plano distante, ya sea como madre, esposa o profesional. El tema pasa por el carácter transitorio de la vida, la parálisis de la existencia misma a favor de momentos que puedan descubrir un símbolo de paz, alguna revelación. Y en especial uno, que ya quedará en una posible antología de escenas poéticas en el cine.

Lo transitorio, lo efímero, son signos que forman parte de la grieta anímica de Lina. Si la relación con el mundo se vuelve inestable no hay porqué buscar una única explicación. Uno de los aciertos de la película consiste en no refugiarse en la respuesta clínica del síntoma. Siempre las corrientes personales son más complejas de lo que uno piensa y están determinadas por múltiples factores. Y en medio de ese proceso de ausencia de pasión con el entorno y con las cosas, la otra corriente, la del mundo, se detiene y es un escándalo para los otros. Especialmente para Pedro (Esteban Bigliardi), el marido de Lina. El problema es cuando la maquinaria se detiene y aquello que conforma el conjunto de obligaciones aparece relegado.

Otros personajes se sumarán para dar consistencia a la historia subterránea, pero nada terminará de definir taxativamente una relación causal con la primera. Esa es la gracia de la película y de una directora que halla la mejor forma para sostener visualmente esa extraña paradoja o, acaso, la confirmación de que el cuerpo femenino se repliega, se interroga a sí mismo ante la inquietud de una realidad armada como paquete. Mientras tanto, prevalece el misterio, tan productivo y sugerente como la anécdota en el cuaderno de notas de Chéjov.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant / @el_curso_del_cine

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