Distrital Festival es un Festival mexicano que, en su sexta edición, ha liberado una serie de películas para verse en diversas plataformas virtuales hasta al 11 de febrero. Dentro de su programación se incluyen 160 títulos organizados en secciones. La propuesta apunta a difundir los trabajos recientes de directores de la escena independiente. El siguiente repaso da cuenta de los filmes vistos en la modalidad on line.
Clones. La angustia de la influencia
Hace días se generó una interesante polémica privada a raíz de un jugoso reportaje al gran cineasta Pedro Costa que la revista Cinéfilo dio a conocer. En una de las preguntas se hace alusión al estado actual del cine contemporáneo o al menos a la manera en que hoy se concibe el hecho de hacer una película, desde qué lugar, con qué horizontes de referencias. Costa responde: “Para estos chicos que tienen a Lynch, que empiezan con Lynch, que es un trabajo de las altas esferas artísticas o filosóficas, Lubitsch es incomprensible. Por lo tanto creo que hay una esquizofrenia entre lo que yo pensaba que era el cine y lo que se piensa que el cine es. Son dos cosas que se están separando completamente.” Si se lee la entrevista completa, se advertirá que la intención del director está lejos de asumir una actitud pedante al respecto y que habla de una imposibilidad generacional de compartir necesariamente los mismos códigos de formación o conocimiento de zonas dentro de la historia. Lo alentador es que Costa se lo plantea como un problema y no como una queja gratuita.
De todos modos es un punto de partida atractivo para pensar los faros desde donde se iluminan varias producciones independientes latinoamericanas que, a veces, parecen más atadas a la angustia de la influencia y cuya pericia técnica intenta compensar los agujeros narrativos o atentar contra el mismo talento del director, preocupado más por “parecerse a” que en explotar su propia vena artística. Dos exponentes del joven cine mexicano escenifican esta tensión.
Plan Sexenal de Santiago Cendejas exhibe desde el comienzo un tono apocalíptico en las imágenes: protestas, atentados, autos en llamas. La noche se presenta difícil afuera, a “los plomazos”, menos para Juan y Mercedes, la pareja protagónica, quienes bailan y se emborrachan con tres amigos. Son nuevos en el barrio y su bautismo de fuego consiste en alterar la supuesta paz de los vecinos. La atmósfera del filme se corresponde con la pesadez de las nuevas formas de desidia urbana: la indiferencia hacia el otro, el no registro, la contaminación sonora, entre alguna de las fuentes que alteran el mundo de las grandes capitales. Esos primeros signos de incomodidad vertidos en los minutos iniciales le confieren a la historia una decorosa indefinición sostenida con colores azules y verdes fuertes, cuando no rojos tendientes a reconstruir un infierno interior. La vida de la pareja se ve alterada a partir de la progresiva aparición de indicios intrusivos tales como jadeos exagerados desde el otro lado de la pared, un policía que pide coima y principalmente un vagabundo que acecha parado en la vereda y que se transformará en el problema de la historia. Estamos ante la escuela de la sordidez, tan característica de gran parte del cine latinoamericano actual, con distintos resultados. Sordidez que se mantiene bien dentro de los parámetros técnicos pero no logra despegarse del afán de pertenencia a gestos lyncheanos, como si de un clon de Carretera perdida se tratara. La escasez de luz, las lámparas titilantes, los efectos de sonido, las secuencias estiradas, remiten a un universo de correspondencia que le resta frescura y soltura al plan trazado por el director. Además, se enfrenta con problemas narrativos hacia el tramo final donde no solo se aprecia un inconveniente para cerrar la historia sino una caída al vacío del psicoanálisis que uno siempre quiere evitar ver en el cine. Nada que reprochar a Cendejas en los aspectos técnicos; mucho para esperar en sus trabajos futuros.
Caridad de Marcelino Islas Hernández es un ejemplo alentador de destreza técnica y un monumento al cálculo. En esta aparente contradicción juega sus fichas. Un poema sobre la caridad es recitado al comienzo en un registro casero por una señora mayor en medio de una fiesta aniversario. Corte, fundido en negro y uno de los asistentes está en el hospital. Ha tenido un accidente y tuvo que ser amputado de una pierna. Se llama José Luis y vive con su mujer Angélica. La información sobre ellos vendrá a cuenta gotas a medida que transcurran los planos fijos para pintar un ambiente cotidiano pesado: represión, incomunicación, placeres ocultos y culposos. La escuela de la sordidez nos visita nuevamente. La inmovilidad de la cámara y la ausencia de música extradiegética parecen compatibles con el estancamiento de la situación y una serie de intercambios verbales escuetos sirven para alejarnos de cualquier atisbo de emoción, hecho que iguala a los personajes en su condición de frustrada existencia. José Luis está obsesionado con un video de chicas bailando y una joven asistente que se muestra desinhibida a la hora de contar sus experiencias sexuales. Es su cable a tierra en el terreno del deseo. Angélica se despierta del letargo contemplativo con un grupo popular, Los hermanos Carrión, que activará también anhelos carnales. Su universo es similar al de un Antonioni (un poco lavado): camina, piensa, fuma, mira hacia el vacío, perdida en la insatisfacción.
Sin embargo, a medida que la película avanza se percibe un cierto regodeo en la manera en que la cámara observa, ya sea por vanagloriarse con poses afectadas o por llegar al límite del goce voyeurístico con el sufrimiento. En un país que se escandalizó por el fetichismo de Luis Buñuel y que suele negar la obra de Ripstein, hoy se reemplazan los pies del maestro aragonés con planos detalle de un muñón, donde empiezan a filtrarse “los momentos Cronenberg”, o las situaciones al borde del estallido emocional al estilo Haneke, en un marco tal que los personajes sufren hasta cuando se bañan. Hacia este horizonte de perversión dosificada con elegancia deposita la mirada el joven y talentoso realizador, al que también se le escapan algunas decisiones arbitrarias e inverosímiles desde el punto de vista narrativo. A esta altura, la tesis de la película es más que evidente en la exploración de la idea de matrimonio: las pérdidas de la pareja han sido más notorias que la de una pierna. En el modo en que Islas Hernández queda aferrado a esa tesis y a la necesidad por colocar su mapa cinéfilo a través del cálculo pierde personalidad el filme y se convierte en un clon que resigna la historia y la humanidad de los protagonistas. La película no logra salir de un tono difuso y sus trazos descriptivos no terminan de reconfigurarse, y si bien posee momentos visuales muy interesantes se ahogan en el afán por lo meticuloso y por la excelencia formal (que deviene en exceso). Muy preocupado por parecer Ozu, la cámara a la altura de la cintura de los personajes no hace más que perder su propio músculo y confirma filiaciones tal vez innecesarias. (Un paréntesis: cuando se escuchan entrevistas a los realizadores de estas películas son desmedidos los esfuerzos para defenderlas sin poder omitir los nombres de otros directores y lazos autobiográficos. Resta ver qué resignan de su propio talento para ello y de qué modo explican luego su desazón ante la falta de público en las salas más allá de los circuitos festivaleros, una discusión que da para cortar mucha tela.)
Las dos películas comentadas, de excelentes cualidades técnicas, no se apoyan tanto en una experiencia para la visión sino en lo visual entendido como una comprobación óptica de procedimientos bien aceitados pero fríos y distantes, como si urgiera la necesidad de subrayar genealogías despersonalizando la mirada propia.
Riesgos. No todo lo que brilla se convierte en oro.
Un movimiento más anárquico caracteriza a Contraviento, mediometraje concebido desde el Taller Cine Bruto y codirigido por Abel Amador Alcalá y David Villarreal. Obsesionado con la poesía de un indigente, un joven llamado Roberto le sigue el rastro e intenta dilucidar cómo un talento así vaga por las calles. La reivindicación del saber callejero queda de manifiesto al comienzo cuando se alternan los planos de la universidad donde un profesor diserta sobre Octavio Paz ante estudiantes desmotivados, con otros exteriores que colocan en escena al mendigo ante un auditorio que escucha azorado sentencias tales como “vivir o arrastrar una miserable existencia” o consejos divertidos al estilo de “si alguien les dice dejad que los niños vengan a mí, huyan”. La película en ningún momento está sujeta a una búsqueda forzada de belleza ni lo pretende. El registro parece documental y la cámara nerviosa se mete por los intersticios de ferias ambulantes para mostrar el ambiente en su naturaleza de movimiento y ruido. No hay una preocupación por encuadrar estéticamente y se recurre a planos cortos, incómodos, sin patrón narrativo ni centro. En la pintura de la realidad que se nos ofrece, los colores son vivos, intensos como los signos de una cultura que consagra gran parte de su tiempo a las procesiones religiosas y a los rituales, que vive con desmedida pasión los cultos. Los directores apuestan a captar los ruidos urbanos, los matices de ese mundo multiforme que son los rincones de la gran ciudad. Sin embargo, la promesa de libertad se desvanece cuando se encuentran en la necesidad de llevar la fresca propuesta a un camino forzado desde lo argumental que empaña lo anterior. Lo que simulaba ser el seguimiento de un estilo de filosofía de vida y un modo de expresión visual caótico, termina en resoluciones que caen en el abismo de la arbitrariedad. Los escasos 35 minutos salvan al filme y en todo caso se mantiene en vilo la primera parte como una interesante búsqueda por tomar otros carriles menos convencionales.
La idea de viaje está fuertemente arraigada en Mañana psicotrópica de Alexandro Aldrete, no solo porque a los jóvenes protagonistas (convocados por redes sociales) les seduce moverse en auto sino por los efectos que los alucinógenos provocan en ellos. Si bien ciertos ángulos de cámara denotan cierto capricho o afectación, no puede dejar de reconocerse que predominan momentos de libertad cinematográfica, frescos y sinceros. Los primeros minutos no son fáciles dada la dificultad para entrar en la jerga que manejan pero cuando se hace costumbre, ya nos percatamos de que lo visual se constituye en algunos pasajes como el centro de atención. Hay planos generales con estos chicos haciendo poco y nada, con los sentidos aguzados hacia la naturaleza cuya sensibilidad potencia la capacidad que tiene la mirada de Aldrete. No se hace aquí un culto al reviente ni se expone la tonta moralina de turno (al estilo de Larry Clark en Kids). En todo caso hay una observación empática hacia una idea de clan que mantiene sus principios en torno a cómo vivir y gozar de la vida. Solo uno de los personajes viene de un conflicto y se mantiene en suspenso su actitud dentro del grupo, la película evita golpes bajos, no es ese el camino que le interesa. Lo suyo es la misma imprevisibilidad de quien no posee un certero rumbo más allá de reiterar rituales de goce. Por eso, el carácter desigual en la duración de las secuencias, incluida un baile lisérgico en una fiesta de casi diez minutos.
Dividida en capítulos, con claras reminiscencias a Wes Anderson, los planos cerrados, detalle, de las escenas de consumo en interiores se contraponen con los paseos campestres (hay lapsos fugaces que parecen una versión del Renoir de Una partida de campo bajo los efectos de hongos) donde los planos generales a través de los cuales se registran esos momentos sacan a la película de una pose cool (donde las pastillas se sirven como si fueran café con torta o cierta estética videoclipera se cuela en el montaje). Aldrete exprime el jugo de lo que muestra porque no hay mucho para contar más allá del placer comunitario momentáneo. La mayor virtud es escapar al subrayado clasista impostado, predominante en livianos filmes mexicanos actuales, y sostener (con defectos y limitaciones) el espíritu festivo de la amistad en un viaje de tripa permanente. Su misma precariedad es un aliciente. Esta especie de comedia insólita que transcurre en la localidad de Querétaro va a generar polémica seguramente.
La contracara de Mañana psicotrópica es la flojera de Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía, cortometraje de Julián Hernández, cuyo prometedora presentación es demasiado para lo que muestran sus escasos veinte minutos donde un joven llamado Jonathan cuenta sus experiencias como sexy performance mientras se alternan escenas armadas publicitariamente. Lo más jugoso de las declaraciones es algo así como “Me fascina el sexo” o “No me voy a meter de cajero en Starbucks”, muy poco para la osadía mencionada en su extenso título.
Experimentación y logros.
Las películas sobre escritores son un problema cuando la esfera literaria gobierna la cinematográfica. Hay un límite finito que si se cruza puede hacer desbarrancar un buen intento, existen numerosos ejemplos de ello. La asunción de José de Juan Rocha muestra los últimos días del poeta romántico-modernista José Asunción Silva, aislado, concibiendo su último libro, en un estado de trance y adormecido en la angustia por el suicidio de su hermana. La fotografía en blanco y negro contribuye a mantener ese estado en suspensión del protagonista que, a la manera de un zombi, permanece replegado en sus versos. La naturaleza está ahí para hacer honor a la estética romántica y acompañar ese estado emocional. Para ello, Rocha coloca un dispositivo sonoro destacado donde el mar, el viento, las hojas que se arrastran, se materializan y son también protagonistas. Hay una interesante superposición de susurros de versos y voces femeninas que aparecen y desaparecen, fundidas en el impasible rostro del poeta.
Se trata de un cuidadoso trabajo formal que si bien puede ser excesivo, respeta el marco y se juega por una noción de tiempo aletargado, lánguido, acorde con los parámetros de la época que rescata. En función de ello, los ángulos de la cámara exaltan o empequeñecen la figura de acuerdo a la situación: gigante como entidad literaria pero diminuto en comparación con la naturaleza. Rocha es un diletante y la película se transforma en una experiencia sensorial que, además, se permite experimentar con los inicios mismos del cine (hay tramos donde se visualizan imágenes al estilo de Marey). En su conjunto, la película respira literatura pero la recreación se da con las herramientas del cine. La apuesta formal del realizador incluye los tópicos romántico-modernistas (el culto por las sensaciones, la necrofilia, la muerte, los espectros) y asume riesgos auspiciosos.
Un registro similar propone Santa Teresa & otras historias de Nelson Carlo de los Santos Arias. Este ensayo fílmico que roza lo experimental es la adaptación de un capítulo del libro inconcluso “2666” del escritor Roberto Bolaño. Plasma una libertad formal alimentada por el cruce de registros visuales como auditivos sin que se correspondan necesariamente. Esto le otorga un carácter inteligible y misterioso que demanda la entrega del espectador. Se podría decir que hay una línea rectora, narrativamente hablando, en la que una voz en off femenina cuenta la investigación de un personaje llamado Juan de Dios Martínez. Este sigue las pistas de mujeres asesinadas en una ciudad (ficticia) llamada Santa Teresa en algún espacio fronterizo entre México y Estados Unidos. Al mismo tiempo que se escuchan sus palabras las imágenes transcurren disociadas y libres de cualquier ligazón referencial directa. Provienen de diversos archivos y conforman un variado flujo que incluye iconografía religiosa, restos fósiles y procesiones filmadas en blanco y negro con distorsiones angulares, entre otros. Y en ese bloque heterogéneo de alusiones nunca se pisa terreno sólido como para discernir la naturaleza de lo que se ve y se escucha. En todo caso, serán dos instancias que promuevan lo sensorial como signo privilegiado.
No obstante, más allá del saludable riesgo estético que la película asume, hay dos méritos más que pueden añadirse. El primero tiene que ver con la política de adaptación que el director pone en escena. Lejos de mantener una fidelidad literaria, apuesta (con toda la complejidad del texto fuente) por un gesto vanguardista, anárquico, capaz de privilegiar la autonomía del lenguaje cinematográfico y su poder persuasivo como seductor; el otro acierto es que nunca se resigna a encuadrarse genéricamente y a perder de vista dos o tres ideas que quedan firmes: el machismo imperante en una sociedad patriarcal como la mexicana, la violencia física y simbólica que padecen las mujeres en ese contexto (extensivo a otros también) y la laberíntica trama de nuestra cultura latinoamericana que, como dice una de las voces, alberga países “que nos generan enfermedad”.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant