Crítica: Nuestra hermana menor (2015), de Hirokazu Kore-eda

Nuestra hermana menor / Umimachi diary (Japón – 2015)

Dirección, Montaje y Guion: Hirokazu Kore-eda, basado en un manga de Akimi Yoshida / Producción: Takashi Ishihara, Kaoru Matsuzaki, Hijiri Taguchi / Música Original: Yôko Kanno / Fotografía: Mikiya Takimoto / Diseño de Producción: Keiko Mitsumatsu / Dirección de Arte: Mami Kagamoto / Intérpretes: Haruka Ayase, Masami Nagasawa, Kaho, Suzu Hirose, Ryo Kase, Ryôhei Suzuki, Yûko Nakamura / Duración: 128 minutos.

Desde sus primeras ficciones, pensemos en Afterflife – La vida después de la muerte, Hirokazu Kore-eda nos dice que los dramas existen pero que pueden ser abordados en medio de la gentileza y la solidaridad afectiva. La imagen de aquella anciana con sus macetas es la clave de su cine, más cercano al tiempo de la meditación y de la banalidad cotidiana, donde la muerte o la ausencia de un ser querido es el punto de partida para reestructurar vínculos familiares, sin excesos ni signos fatales. En este sentido, el japonés es “el realizador de la cordialidad”. Más cerca de Ozu, Naruse o Kawase, que de Kurosawa, Mizoguchi o los estrépitos genéricos de Kitano, Miike y Sono, por nombrar a algunos.

El motor que activa la historia de Nuestra hermana menor es una muerte, un funeral y un encuentro inesperado. Las tres hermanas del matrimonio anterior del difunto conectan con la menor del título a la que prácticamente adoptan y se la llevan a vivir con ellas. A la muerte le antepone Kore-eda un universo femenino vital y la necesidad de reparar en las pequeñas cosas como motivaciones para seguir viviendo. El país del director no es el de la modernidad hipertecnológica ni el de la alienación capitalina, sino el de los trenes y los cerezos floridos. Por ende, lo más traumático que se puede presentar es un insecto en el baño. Dentro de ese mundo autosuficiente hay raptos de absoluta alegría: se disfruta de la naturaleza, se la observa y se convive con ella, se saborea un licor de cerezas o se comparte una comida con el tiempo necesario. Para ello, también se concibe una lógica en el encuadre donde la cámara se ubica en una posición y a una distancia suficientes como para preservar los movimientos y las presencias de los personajes en el cuadro, sin movimientos intrusivos narcisistas. Si hay algo que reconocerle al director es que nunca se pone por encima de lo que observa.

Lo anterior, no obstante, no quita que en ese afán por dilatar esta concepción de la vida, no escatime en mecanismos reparadores un tanto abusivos, como por ejemplo la utilización de una música incidental que fuerza la empatía con lo visto o la ilusión desmedida de creer que todos en el mundo son buenas personas. De todos modos, estos pequeños pecados no apañan verdaderos momentos de placer, de contagio por respirar esas flores, sentir la brisa o mirar el mar como sus criaturas. Si hay algo que logra Kore-eda con sus películas es dejar una sensación de feliz melancolía a partir del transcurrir temporal en familias de clase media cuyos trabajos implican sacrificio aunque esta verdad no se grite nunca. Las hermanas Koda se desempeñan en situaciones laborales diversas pero que confluyen en una desazón controlada. A ellas se les suma Suzu, con sus trece años recién cumplidos y entonces se forma una nueva coraza protectora cuya sensibilidad femenina se destaca con un sentido comunitario evidente, sin necesidad de que los hombres sean una porquería.

Los conflictos están en la película pero nunca sobrepasan la unión de las mujeres, la conservación de un espacio hogareño sagrado, el disfrute de los detalles y las caminatas por senderos arbolados o a orillas del mar. Que la falta de estridencia o de la sordidez habitual no confunda. El cine también es un espacio autónomo para una posible felicidad.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

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